viernes, 11 de junio de 2010
VALORACION CRITICA DE LOS INACABADOS
POR: HERNAN ANTONIO BERMUDEZ
Los inacabados posee una escritura elaborada, pulida, de muy buen nivel. El carácter fragmentario de los capítulos, pese al hilo conductor de los huidobrianos, de ninguna manera le resta eficacia al conjunto narrativo. Los pedazos, incluso las esquirlas, del tejido, del "corpus" de la ficción, brillan y provocan, mantienen al buen lector (el lector perezoso no tiene nada que hacer aquí) en plan de saborear esa prosa bien horneada. Se trata de una degustación literaria cuyo único antecedente en las letras hondureñas está en Una función con móbiles y tentetiesos de Marcos Carías. Esa es la única novela, igualmente despojada de un "plan" o esquema novelero convencional, que puede equipararse a Los inacabados en términos de ambición literaria, de ejercicio de estilo, de "voluntad de lenguaje".
Además, se está en presencia de una obra literaria desafiante, desenfadada, y cuyo desparpajo erótico hará "borrón & cuenta nueva" en nuestra usualmente recatada literatura (litera pura).
PROSA DE LOS INACABADOS, DE GUSTAVO CAMPOS
Existen mujeres que te prohíben la bebida, hay quienes te alientan y desangran tu bolsillo, otras te acompañan con la excusa de cuidarte; amar es ceder, y en el amor uno de los dos, hombre o mujer, debe ceder. No hay mujer que no haya sentido alguna vez que la bebida ocupa un lugar de mayor importancia en tu vida que su vida misma. Tonterías, por supuesto. Para ejemplificarlo contaré mi experiencia más reciente:
Conocí una chava, un culazo, en un restaurante-karaoke hace un par de semanas. (Recuerden que prometí no intervenir más en el relato, cabe agregar que esto que cuento es posible considerando las reglas del narrador). Pude haberla conocido en una discoteca o fiesta, pero fue en un restaurante chino donde la conocí. Ella me conoció ebrio y así se enamoró de mí. Le encanté. Después que bailamos me dio su número de teléfono y al despedirnos la besé. Al siguiente día la llamé invitándola a tomar un café en el centro de la ciudad. Accedió. La taza de café, por supuesto, era una obvia excusa. Ella me esperaba sentada en el café esquina opuesta a la municipalidad. No bebimos nada. Nos besamos largamente hasta que nuestros cuerpos nos exigieron intimidad. Caminamos por las calles del centro de San Pedro Sula, caminamos buscando un lugar solitario donde pudiéramos manosearnos con descaro, trincarnos hasta coger, hasta quitarnos las ganas. Por la cuarta avenida, por la escuela Cabañas, las calles domingueaban solitarias. Una cabina telefónica frente a un hotel se solidarizó con nuestras crecientes ganas. Nos dio refugio. Nos besamos y yo le acaricié los senos. Ella bajó su mano a las 4 de la tarde y descubrió que debíamos encontrar lo más pronto posible un lugar privado donde coger. Mamarse no basta. Se me ocurrió ir a buscar a Enrique a su apartamento. Por fortuna mi amigo iba de salida. Entendió el mensaje y me entregó las llaves. Subimos. Encendí la computadora y puse música que imaginé que no le gustaba pero que a mí sí. Bailamos. A mitad de la canción el magneto de la cama nos atrajo, nos sedujo. Ella se recostó en la cama y mientras la besaba la quité la blusa y el brassier. Tenía unos considerables y suaves senos. Sus pezones no eran tan halagadores. No quise seguir perdiendo tiempo, las ganas eran enormes, y cuando quise quitarle el jean blanco, no accedió a despojarse de él y prometió quitárselo sólo si yo me desvestía primero. Me senté en la cama y me quité el jean mientras ella me observaba con sus ojos jóvenes y brillantes. La fálica y jugosa silueta resaltaba en el boxer. Se me abalanzó y nos besamos hasta que sus pezones erectos crecieron y tuvieron el tamaño de un kiss Hershey's. Pensaba y deseaba y mi deseo de saborearlos hizo que los introdujera en mi boca y mi lengua buscó desaparecerlos hasta que se rindieran de placer. Lamía un pezón, luego el otro. Aunque quisiera lamerlos al mismo tiempo no hubiera podido. Luego descendí a los pozos epicúreos, a desentratelurizarla, a chuparle ese súcubo molusco que sabe a mujer, a sal, a creación, a todo y nada; el ejército de mis manos ya había conquistado todas sus colinas, valle abajo, montes claros y enmarañados, muslos blancos de leche y miel, su vientre todo de licor sudado, amazónicas tibiezas y todo cuanto es supuestamente impenetrable. Buscaba la más húmeda y cálida parte de todo su cuerpo. Esta vez no hubo dilemas, gracias a mi poca experiencia, sobre qué hacer en esos momentos que determinan la grandeza de un hombre. Por instinto hundí dos de mis dedos en su caracol sombrío, los introduje como se remoja el pan en una taza de café. Los estudiosos de Onán habían acariciado sus labios así como su prominente clítoris. Ella gemía, estiraba y tensaba las piernas. A veces miraba mi rostro y mis ojos, otras veces cuando la sensación era mayor apartaba su cara constantemente de un lado a otro, como si tratara de huir del placer cual inmaculada o en un vano intento hacerse la indiferente para que el placer durara más, ese placer eterno, despiadado, que no perdona tiempo y alcanza el tiempo, como un violín pecaminoso que alcanza a Dios para invitarlo a huir de su letargo. El hilo blanco había descendido cual Ícaro desde las alturas de la cama al suelo. El calor que ella desprendía indicaba que estaba pronta a colmar de humedad la copa de su sexo y que incendiaría con su ardiente lava el prodigioso jardín que la custodiaba. No habían razones para no penetrarla en ese preciso instante, salvo que quería seguir disfrutando de sus labios sonrojados entre sus muslos como alas abiertas, los lamí intensamente, sus labios que armonizaban con el color de sus pezones, y como en un acto de lasciva redención, metí mi lengua completa adentro suyo, después de haber saboreado su clítoris cual helado de vagina hasta que me jaló del pelo fuertemente para alejarme. Rendida, con los ojos de luna, en la tarde de un domingo, cuando el sudor nos lavaba, apenas entreabierta por el receso del orgasmo, comencé a penetrarla. Y el acto se asemeja a la historia de Sísifo: una y otra vez penetrarla con mi dura roca, adentro, afuera, adentro afuera, y volver a enterrar el cuerpo vivo de mi verga en lo más profundo de sus deseos. Lo hacía por amor al arte, y por deporte, tanto que me recordó la dinámica de la natación respecto a la respiración. Afuera. Profundamente dentro. A medias afuera. Profundamente adentro. Un segundo adentro, un segundo afuera, un segundo adentro, un segundo afuera, dos segundos eternos adentro, manos apretándole las nalgas, y bocas aprisionadas. Minutos luego, mi verga busca otro conducto, por accidente y movimiento y destino mi verga busca su culo, ella, Marisa, me ve con ojos sobresaltados e involuntariamente contrae ese conducto evitando que se entregue, que mi verga entre hasta lo más profundo de su culo. Le dije que fue un accidente, que mi verga tiene vida propia y que la disculpe. No contestó. Reacomodé entonces mi angelito y continué el tedioso acto. Cuando acabé ella agarró mi miembro con sus manos hasta exprimirlo entero para que nada quedara en los chimbos príapicos. Eyacular, eyacular... sobre su moderado monte de Venus. Posteriormente le hice sexo oral. Y repetí la misma escena: me quitó de una manera violenta, incluso con sus pies para que dejara de lamerla. Calabaza, calabaza, cada quien para su casa. Eran casi las siete de la noche y mi amigo había regresado al apartamento. Le lancé las llaves desde el piso de arriba. Marisa y yo lo hicimos nuevamente en el baño mientras nos bañábamos. Todo era sexo. El sexo estaba en el aire. Sexo, sexo, olor a sexo en el aire. Cuando fui a dejarla, ella se sintió con derecho a pedirme que no volviera a beber. Yo me reí y no le hice el menor caso. Entonces repitió que por favor no bebiera más. Yo le respondí que no era posible. Reformuló su petición y me dijo que por lo menos cuando saliera con ella no bebiera. Le respondí ni mierda. El aire que olía a sexo comenzó a espesarse y a volverse tenso. Me despedí con un beso y le dije que quería verla el martes próximo, que me gustaría verla lo más pronto posible, que la había pasado muy bien. Llegó el martes, no la llamé, no llegué a la cita. Era obvio que lo último que quería era una relación restrictiva. Hay mujeres que te prohíben la bebida, hay quienes te alientan y desangran tu bolsillo, otras te acompañan con la excusa de cuidarte, y otras te invitan a beber honrándote como semental. Marisa cometió su error.
(Fragmento de “Tremdall Morian”.)
Conocí una chava, un culazo, en un restaurante-karaoke hace un par de semanas. (Recuerden que prometí no intervenir más en el relato, cabe agregar que esto que cuento es posible considerando las reglas del narrador). Pude haberla conocido en una discoteca o fiesta, pero fue en un restaurante chino donde la conocí. Ella me conoció ebrio y así se enamoró de mí. Le encanté. Después que bailamos me dio su número de teléfono y al despedirnos la besé. Al siguiente día la llamé invitándola a tomar un café en el centro de la ciudad. Accedió. La taza de café, por supuesto, era una obvia excusa. Ella me esperaba sentada en el café esquina opuesta a la municipalidad. No bebimos nada. Nos besamos largamente hasta que nuestros cuerpos nos exigieron intimidad. Caminamos por las calles del centro de San Pedro Sula, caminamos buscando un lugar solitario donde pudiéramos manosearnos con descaro, trincarnos hasta coger, hasta quitarnos las ganas. Por la cuarta avenida, por la escuela Cabañas, las calles domingueaban solitarias. Una cabina telefónica frente a un hotel se solidarizó con nuestras crecientes ganas. Nos dio refugio. Nos besamos y yo le acaricié los senos. Ella bajó su mano a las 4 de la tarde y descubrió que debíamos encontrar lo más pronto posible un lugar privado donde coger. Mamarse no basta. Se me ocurrió ir a buscar a Enrique a su apartamento. Por fortuna mi amigo iba de salida. Entendió el mensaje y me entregó las llaves. Subimos. Encendí la computadora y puse música que imaginé que no le gustaba pero que a mí sí. Bailamos. A mitad de la canción el magneto de la cama nos atrajo, nos sedujo. Ella se recostó en la cama y mientras la besaba la quité la blusa y el brassier. Tenía unos considerables y suaves senos. Sus pezones no eran tan halagadores. No quise seguir perdiendo tiempo, las ganas eran enormes, y cuando quise quitarle el jean blanco, no accedió a despojarse de él y prometió quitárselo sólo si yo me desvestía primero. Me senté en la cama y me quité el jean mientras ella me observaba con sus ojos jóvenes y brillantes. La fálica y jugosa silueta resaltaba en el boxer. Se me abalanzó y nos besamos hasta que sus pezones erectos crecieron y tuvieron el tamaño de un kiss Hershey's. Pensaba y deseaba y mi deseo de saborearlos hizo que los introdujera en mi boca y mi lengua buscó desaparecerlos hasta que se rindieran de placer. Lamía un pezón, luego el otro. Aunque quisiera lamerlos al mismo tiempo no hubiera podido. Luego descendí a los pozos epicúreos, a desentratelurizarla, a chuparle ese súcubo molusco que sabe a mujer, a sal, a creación, a todo y nada; el ejército de mis manos ya había conquistado todas sus colinas, valle abajo, montes claros y enmarañados, muslos blancos de leche y miel, su vientre todo de licor sudado, amazónicas tibiezas y todo cuanto es supuestamente impenetrable. Buscaba la más húmeda y cálida parte de todo su cuerpo. Esta vez no hubo dilemas, gracias a mi poca experiencia, sobre qué hacer en esos momentos que determinan la grandeza de un hombre. Por instinto hundí dos de mis dedos en su caracol sombrío, los introduje como se remoja el pan en una taza de café. Los estudiosos de Onán habían acariciado sus labios así como su prominente clítoris. Ella gemía, estiraba y tensaba las piernas. A veces miraba mi rostro y mis ojos, otras veces cuando la sensación era mayor apartaba su cara constantemente de un lado a otro, como si tratara de huir del placer cual inmaculada o en un vano intento hacerse la indiferente para que el placer durara más, ese placer eterno, despiadado, que no perdona tiempo y alcanza el tiempo, como un violín pecaminoso que alcanza a Dios para invitarlo a huir de su letargo. El hilo blanco había descendido cual Ícaro desde las alturas de la cama al suelo. El calor que ella desprendía indicaba que estaba pronta a colmar de humedad la copa de su sexo y que incendiaría con su ardiente lava el prodigioso jardín que la custodiaba. No habían razones para no penetrarla en ese preciso instante, salvo que quería seguir disfrutando de sus labios sonrojados entre sus muslos como alas abiertas, los lamí intensamente, sus labios que armonizaban con el color de sus pezones, y como en un acto de lasciva redención, metí mi lengua completa adentro suyo, después de haber saboreado su clítoris cual helado de vagina hasta que me jaló del pelo fuertemente para alejarme. Rendida, con los ojos de luna, en la tarde de un domingo, cuando el sudor nos lavaba, apenas entreabierta por el receso del orgasmo, comencé a penetrarla. Y el acto se asemeja a la historia de Sísifo: una y otra vez penetrarla con mi dura roca, adentro, afuera, adentro afuera, y volver a enterrar el cuerpo vivo de mi verga en lo más profundo de sus deseos. Lo hacía por amor al arte, y por deporte, tanto que me recordó la dinámica de la natación respecto a la respiración. Afuera. Profundamente dentro. A medias afuera. Profundamente adentro. Un segundo adentro, un segundo afuera, un segundo adentro, un segundo afuera, dos segundos eternos adentro, manos apretándole las nalgas, y bocas aprisionadas. Minutos luego, mi verga busca otro conducto, por accidente y movimiento y destino mi verga busca su culo, ella, Marisa, me ve con ojos sobresaltados e involuntariamente contrae ese conducto evitando que se entregue, que mi verga entre hasta lo más profundo de su culo. Le dije que fue un accidente, que mi verga tiene vida propia y que la disculpe. No contestó. Reacomodé entonces mi angelito y continué el tedioso acto. Cuando acabé ella agarró mi miembro con sus manos hasta exprimirlo entero para que nada quedara en los chimbos príapicos. Eyacular, eyacular... sobre su moderado monte de Venus. Posteriormente le hice sexo oral. Y repetí la misma escena: me quitó de una manera violenta, incluso con sus pies para que dejara de lamerla. Calabaza, calabaza, cada quien para su casa. Eran casi las siete de la noche y mi amigo había regresado al apartamento. Le lancé las llaves desde el piso de arriba. Marisa y yo lo hicimos nuevamente en el baño mientras nos bañábamos. Todo era sexo. El sexo estaba en el aire. Sexo, sexo, olor a sexo en el aire. Cuando fui a dejarla, ella se sintió con derecho a pedirme que no volviera a beber. Yo me reí y no le hice el menor caso. Entonces repitió que por favor no bebiera más. Yo le respondí que no era posible. Reformuló su petición y me dijo que por lo menos cuando saliera con ella no bebiera. Le respondí ni mierda. El aire que olía a sexo comenzó a espesarse y a volverse tenso. Me despedí con un beso y le dije que quería verla el martes próximo, que me gustaría verla lo más pronto posible, que la había pasado muy bien. Llegó el martes, no la llamé, no llegué a la cita. Era obvio que lo último que quería era una relación restrictiva. Hay mujeres que te prohíben la bebida, hay quienes te alientan y desangran tu bolsillo, otras te acompañan con la excusa de cuidarte, y otras te invitan a beber honrándote como semental. Marisa cometió su error.
(Fragmento de “Tremdall Morian”.)
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