sábado, 8 de mayo de 2010
LA SECRETA VOZ DE LAS AGUAS
POR FELIPE RIVERA BURGOS
En su primer libro, La blanca hierba de la noche, el poeta Marco Antonio Madrid realiza una relectura de los mitos griegos en el contexto contemporáneo. Poemas como Más allá de las Furias, Los atridas, Ícaro, Heráclito son también escenas donde Madrid recrea la existencia trágica del ser humano actual, que, abandonado por los dioses y extraviado en su entelequia, busca la redención en algo tan extraño y aciago como el amor. Sin embargo, como una corriente secreta, ese libro también era recorrido por una voz intimista, nostálgica, que se dejaba ver en poemas como Remanso y Junto al último sol. Un discurso cuyo punto de inflexión pasaba de los mitos a las verdades irrefutables contenidas en la experiencia, de lo etéreo a la realidad más inmediata. Así, la antigua sentencia que nadie se baña dos veces en el mismo río se convierte en un dilema entre el presente y el pasado, entre la materia y el recuerdo, confiriéndole al ser humano algo más que la mera pulsación racional:
Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
Busco en ella quizá tan sólo
el fervor de un recuerdo.
El fruto que nos llama desde el fondo de las aguas.
La huella feliz que espera a lo lejos
el retorno de mi planta.
La luna colgada en los naranjos.
La soledad de aquellos patios.
Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
¡Y todo está aquí!
Felizmente impalpable.
Como el fuego que yace en la memoria.
Como el vuelo reposado de las aguas.
Como el tiempo que me sueña
junto a la palabra que desciende
y me nombra.
(Junto al último sol)
Cierto que es la última luz de esta tarde, pero en ella están contenidas todas las tardes de la vida. El racional río de Heráclito ha sido rebasado por un océano sensorial.
Ahora asistimos a su segundo libro de poemas, La secreta voz de las aguas. En este libro, dividido prudentemente en dos partes, la sección El otro río, el otro mar mantiene una cercanía poética con el primer libro del poeta, recurriendo al verso sentencioso y dramático, y a imágenes tradicionales de las grandes verdades humanas: el mar sigue siendo la muerte:
Río de la luz y de las sombras donde un hombre desciende
no para mojar dos veces
su talón en la corriente
sino para abrevar su vida,
sino para abrevar su muerte.
(El otro río)
El hombre insiste en su destino de arcilla:
Palabras como gotas de finísimos aceros,
como soles de extintas primaveras,
como belfos de rabiosa herida,
como un coro de voces recorriendo
la triste arcilla, como árboles de profundas
raíces donde las ramas poco a poco
se van quedando vacías.
(Fragmentos del otoño)
Ofelia y su río fatal, un río que también sobrevive a Siddharta:
Humano río de las formas,
venero de las lágrimas,
todos cabemos en ti:
la calavera del bufón, el sepulturero y el poeta.
El ser y el no ser.
La corte de los reyes
y el filo envenenado de la espada de Laertes.
(Responso de las aguas)
Ya no veo al balsero, ni al joven Siddhartha.
Ya no acunan las aguas la voz del venerable.
Sólo el río galopa lejano.
Sólo el río a la espera de otros rostros,
de otras balsas.
(Siddharta)
Desdémona es invitada a continuar el sueño donde la dejó Juan Ramón Molina:
No despiertes, aquí tan sólo hay arenas.
Arenas para el tálamo insufrible, arenas para el reino,
arenas insaciables. Sí, sólo arenas tan vastas como el mar.
(Desdémona)
Y la doctrina del eterno retorno que el poeta profesa con secreto entusiasmo.
Ese rostro llega, los latidos de tu sangre son los latidos de su ya única sangre.
Algo te dice… y tú comprendes que, en la vida,
él ha sido tu única certeza.
(Palabras para un rostro que llega)
Sin embargo, como lo hizo en su primer libro, oculto bajo la abrumadora fuerza de la voz trágica, Madrid ha mostrado ya una gran habilidad para encontrar en el paisaje -inmediato o recordado- un discurso sobre la brevedad de la vida, el tránsito fugaz, el fluir irremisible de los actos, la naturaleza abyecta del humano… sin recurrir a la escuela trágica. En este libro compone una segunda parte dedicada a este recurso (Poemas de las tierras altas) y es, para mi gusto, una realidad presente con más fuerza en todo el libro y la cúspide de este momento de la poesía de Madrid. Para el poeta, en el entorno más inmediato del hombre está lo trascendente. Un paisaje hirsuto y provinciano -la visión de un naranjo en el patio, los páramos, la necrópolis al borde de las carreteras- es también un depósito de símbolos, voces, mensajes de otra realidad que revelan verdades mucho más poderosas y palpables, más vivas, más plásticas que lo que está ante nuestros ojos.
No se trata de un recurso abusado por los poetas criollos y modernistas. En aquellos, el paisaje era un símbolo o elementos de un mundo al que se debía exaltar. Los pinos eran una muestra del vigor humano y la hacienda de Darío era un canto a la sencillez campesina, de ahí que el buey que vi en mi niñez echando vaho un día en el fondo no significara nada. Obedece más bien al mismo ejercicio de Robert Frost en poemas como Doblar abedules o en La hierba cortada por los campesinos de Roberto Sosa: a través de una escena simple se aborda una verdad universal.
En Madrid -y demás está aclarar en la poesía contemporánea- el paisaje es una experiencia sensorial. Este ejercicio no es fácil, ya que las sensaciones recordadas son algo más que sonidos, colores y aromas. La búsqueda de Madrid deviene en una aguda percepción del entorno, vista ya desde su primer libro y también en la primera parte de este último. Dada la naturaleza organizada de este poeta, no se trata, por supuesto, de una enumeración caótica de los elementos del mundo: se trata de una selectiva colección sensorial de aquello que compone el mundo privado del poeta (la uva del café, la hoja del badú, el canto de cigarras), arropado con un lenguaje que a cada momento exige precisión, fidelidad y una cierta ternura por esas cosas que en sus manos (o en aquellas pequeñas manos) pierden el adjetivo de lo común, pero se rehúsan a lo ampuloso. Un ejemplo de la precisión lingüística de ese mundo es la insistencia de no confundir un simple insecto: la mantis o la mamboretá y obligarnos a ver que las hojas donde muere el insecto no pueden ser otras que las del guamo. Al mundo de los recuerdos se le debe la precisión de lo sagrado.
Hay un árbol donde una gota del viento se dispersa
y luego se repite sin memoria.
Hay una yedra que viene del fondo, como un tejo gris,
como un dolor, como una escama de siglos empotrada
en el oscuro dorso del agua;
entre la tarde y las zarzas, una res muerta y devorada
por las aves; un cansado canto de cigarras esperando
la imposible tormenta; las casas de adobe y paja como cactus
sobre la duna sangrante de los días; un pescador y su cordel
y su plomada; la mantis o mamboretá y ese insecto que dura
tan sólo una tarde y luego muere entre las hojas de un guamo.
(El otro río)
Pero debo decir que en todo aquello que el poeta ha permanecido fiel, así también su poesía se ha movido. Su mirada ha pasado de lo etéreo a la realidad, aunque sus verdades permanecen. Este cambio en el paisaje de Madrid, creo, ha sido un paso feliz hacia un lenguaje maduro y menos sentencioso, donde la descripción exige que el espectador se concentre y se limite a sí mismo, se entregue a la evidencia y excluya el poco efectivo recurso de la pregunta retórica y la sentencia perentoria propia de aquellos primeros poemas.
El paisaje en la poesía de Madrid está manchado por las leyes irrefutables de la tierra: la lluvia es una señal del tiempo que crea espejismos, el mar es falso y sólo las olas verdaderas, la luz de la tarde es siempre la última corpórea materia donde de algún modo nos bañamos dos veces. En estos montículos, en el sonido del pájaro cabullero, Madrid revela el destino trágico e irremisible del hombre, y el recuerdo siempre surge como un pensamiento doloroso que se perpetúa y corrompe todo lo que evoca. Es una suerte de calle de una sola vía: la idea contenida en el paisaje no puede materializarse en otra cosa y sólo puede evocarse mediante imágenes de sí misma, como sombras chinas. En este mundo se juntan imágenes que significan todas las cosas de la tierra: el herido ondeando en la hamaca, la llama del candil, la canción de cuna, la cometa; la garúa, el estallido musical y triste de diciembre, hasta desembocar en el ya memorable Poema para bailar un trompo:
Giraba el trompo ya sin ninguna broza.
En un haz de sombras y en un vértigo
de luz, giraba como un pequeño sol,
como un planeta o como la luna que nace
entre las hojas del espino.
Mas hacerlo girar era un arte difícilmente
aprendido. Una y otra vez atabas el cáñamo
a su cresta y una y otra vez lo lanzabas
a la tierra ya vencida, hasta hacerlo girar
como una seda y hacer tuyo el aire limpio,
la música y el olor de su madera.
Arrimado contra una escultura ecuestre, uno de los ángeles de Wim Wenders (Tan lejos, tan cerca) pregunta por qué los humanos reproducen las imágenes de lo existente. Para no olvidar cómo son las cosas, le responden. Si hemos de creer en el precepto de que la naturaleza imita al arte, las tierras altas de Santa Bárbara se parecen cada día más a los versos de Marco Antonio Madrid. Son ahora la lejana planicie de la infancia, el depósito de todo lo inasible.
Tegucigalpa, diciembre 2009(Tomado de Arlequín)