viernes, 11 de junio de 2010
VALORACION CRITICA DE LOS INACABADOS
POR: HERNAN ANTONIO BERMUDEZ
Los inacabados posee una escritura elaborada, pulida, de muy buen nivel. El carácter fragmentario de los capítulos, pese al hilo conductor de los huidobrianos, de ninguna manera le resta eficacia al conjunto narrativo. Los pedazos, incluso las esquirlas, del tejido, del "corpus" de la ficción, brillan y provocan, mantienen al buen lector (el lector perezoso no tiene nada que hacer aquí) en plan de saborear esa prosa bien horneada. Se trata de una degustación literaria cuyo único antecedente en las letras hondureñas está en Una función con móbiles y tentetiesos de Marcos Carías. Esa es la única novela, igualmente despojada de un "plan" o esquema novelero convencional, que puede equipararse a Los inacabados en términos de ambición literaria, de ejercicio de estilo, de "voluntad de lenguaje".
Además, se está en presencia de una obra literaria desafiante, desenfadada, y cuyo desparpajo erótico hará "borrón & cuenta nueva" en nuestra usualmente recatada literatura (litera pura).
PROSA DE LOS INACABADOS, DE GUSTAVO CAMPOS
Existen mujeres que te prohíben la bebida, hay quienes te alientan y desangran tu bolsillo, otras te acompañan con la excusa de cuidarte; amar es ceder, y en el amor uno de los dos, hombre o mujer, debe ceder. No hay mujer que no haya sentido alguna vez que la bebida ocupa un lugar de mayor importancia en tu vida que su vida misma. Tonterías, por supuesto. Para ejemplificarlo contaré mi experiencia más reciente:
Conocí una chava, un culazo, en un restaurante-karaoke hace un par de semanas. (Recuerden que prometí no intervenir más en el relato, cabe agregar que esto que cuento es posible considerando las reglas del narrador). Pude haberla conocido en una discoteca o fiesta, pero fue en un restaurante chino donde la conocí. Ella me conoció ebrio y así se enamoró de mí. Le encanté. Después que bailamos me dio su número de teléfono y al despedirnos la besé. Al siguiente día la llamé invitándola a tomar un café en el centro de la ciudad. Accedió. La taza de café, por supuesto, era una obvia excusa. Ella me esperaba sentada en el café esquina opuesta a la municipalidad. No bebimos nada. Nos besamos largamente hasta que nuestros cuerpos nos exigieron intimidad. Caminamos por las calles del centro de San Pedro Sula, caminamos buscando un lugar solitario donde pudiéramos manosearnos con descaro, trincarnos hasta coger, hasta quitarnos las ganas. Por la cuarta avenida, por la escuela Cabañas, las calles domingueaban solitarias. Una cabina telefónica frente a un hotel se solidarizó con nuestras crecientes ganas. Nos dio refugio. Nos besamos y yo le acaricié los senos. Ella bajó su mano a las 4 de la tarde y descubrió que debíamos encontrar lo más pronto posible un lugar privado donde coger. Mamarse no basta. Se me ocurrió ir a buscar a Enrique a su apartamento. Por fortuna mi amigo iba de salida. Entendió el mensaje y me entregó las llaves. Subimos. Encendí la computadora y puse música que imaginé que no le gustaba pero que a mí sí. Bailamos. A mitad de la canción el magneto de la cama nos atrajo, nos sedujo. Ella se recostó en la cama y mientras la besaba la quité la blusa y el brassier. Tenía unos considerables y suaves senos. Sus pezones no eran tan halagadores. No quise seguir perdiendo tiempo, las ganas eran enormes, y cuando quise quitarle el jean blanco, no accedió a despojarse de él y prometió quitárselo sólo si yo me desvestía primero. Me senté en la cama y me quité el jean mientras ella me observaba con sus ojos jóvenes y brillantes. La fálica y jugosa silueta resaltaba en el boxer. Se me abalanzó y nos besamos hasta que sus pezones erectos crecieron y tuvieron el tamaño de un kiss Hershey's. Pensaba y deseaba y mi deseo de saborearlos hizo que los introdujera en mi boca y mi lengua buscó desaparecerlos hasta que se rindieran de placer. Lamía un pezón, luego el otro. Aunque quisiera lamerlos al mismo tiempo no hubiera podido. Luego descendí a los pozos epicúreos, a desentratelurizarla, a chuparle ese súcubo molusco que sabe a mujer, a sal, a creación, a todo y nada; el ejército de mis manos ya había conquistado todas sus colinas, valle abajo, montes claros y enmarañados, muslos blancos de leche y miel, su vientre todo de licor sudado, amazónicas tibiezas y todo cuanto es supuestamente impenetrable. Buscaba la más húmeda y cálida parte de todo su cuerpo. Esta vez no hubo dilemas, gracias a mi poca experiencia, sobre qué hacer en esos momentos que determinan la grandeza de un hombre. Por instinto hundí dos de mis dedos en su caracol sombrío, los introduje como se remoja el pan en una taza de café. Los estudiosos de Onán habían acariciado sus labios así como su prominente clítoris. Ella gemía, estiraba y tensaba las piernas. A veces miraba mi rostro y mis ojos, otras veces cuando la sensación era mayor apartaba su cara constantemente de un lado a otro, como si tratara de huir del placer cual inmaculada o en un vano intento hacerse la indiferente para que el placer durara más, ese placer eterno, despiadado, que no perdona tiempo y alcanza el tiempo, como un violín pecaminoso que alcanza a Dios para invitarlo a huir de su letargo. El hilo blanco había descendido cual Ícaro desde las alturas de la cama al suelo. El calor que ella desprendía indicaba que estaba pronta a colmar de humedad la copa de su sexo y que incendiaría con su ardiente lava el prodigioso jardín que la custodiaba. No habían razones para no penetrarla en ese preciso instante, salvo que quería seguir disfrutando de sus labios sonrojados entre sus muslos como alas abiertas, los lamí intensamente, sus labios que armonizaban con el color de sus pezones, y como en un acto de lasciva redención, metí mi lengua completa adentro suyo, después de haber saboreado su clítoris cual helado de vagina hasta que me jaló del pelo fuertemente para alejarme. Rendida, con los ojos de luna, en la tarde de un domingo, cuando el sudor nos lavaba, apenas entreabierta por el receso del orgasmo, comencé a penetrarla. Y el acto se asemeja a la historia de Sísifo: una y otra vez penetrarla con mi dura roca, adentro, afuera, adentro afuera, y volver a enterrar el cuerpo vivo de mi verga en lo más profundo de sus deseos. Lo hacía por amor al arte, y por deporte, tanto que me recordó la dinámica de la natación respecto a la respiración. Afuera. Profundamente dentro. A medias afuera. Profundamente adentro. Un segundo adentro, un segundo afuera, un segundo adentro, un segundo afuera, dos segundos eternos adentro, manos apretándole las nalgas, y bocas aprisionadas. Minutos luego, mi verga busca otro conducto, por accidente y movimiento y destino mi verga busca su culo, ella, Marisa, me ve con ojos sobresaltados e involuntariamente contrae ese conducto evitando que se entregue, que mi verga entre hasta lo más profundo de su culo. Le dije que fue un accidente, que mi verga tiene vida propia y que la disculpe. No contestó. Reacomodé entonces mi angelito y continué el tedioso acto. Cuando acabé ella agarró mi miembro con sus manos hasta exprimirlo entero para que nada quedara en los chimbos príapicos. Eyacular, eyacular... sobre su moderado monte de Venus. Posteriormente le hice sexo oral. Y repetí la misma escena: me quitó de una manera violenta, incluso con sus pies para que dejara de lamerla. Calabaza, calabaza, cada quien para su casa. Eran casi las siete de la noche y mi amigo había regresado al apartamento. Le lancé las llaves desde el piso de arriba. Marisa y yo lo hicimos nuevamente en el baño mientras nos bañábamos. Todo era sexo. El sexo estaba en el aire. Sexo, sexo, olor a sexo en el aire. Cuando fui a dejarla, ella se sintió con derecho a pedirme que no volviera a beber. Yo me reí y no le hice el menor caso. Entonces repitió que por favor no bebiera más. Yo le respondí que no era posible. Reformuló su petición y me dijo que por lo menos cuando saliera con ella no bebiera. Le respondí ni mierda. El aire que olía a sexo comenzó a espesarse y a volverse tenso. Me despedí con un beso y le dije que quería verla el martes próximo, que me gustaría verla lo más pronto posible, que la había pasado muy bien. Llegó el martes, no la llamé, no llegué a la cita. Era obvio que lo último que quería era una relación restrictiva. Hay mujeres que te prohíben la bebida, hay quienes te alientan y desangran tu bolsillo, otras te acompañan con la excusa de cuidarte, y otras te invitan a beber honrándote como semental. Marisa cometió su error.
(Fragmento de “Tremdall Morian”.)
Conocí una chava, un culazo, en un restaurante-karaoke hace un par de semanas. (Recuerden que prometí no intervenir más en el relato, cabe agregar que esto que cuento es posible considerando las reglas del narrador). Pude haberla conocido en una discoteca o fiesta, pero fue en un restaurante chino donde la conocí. Ella me conoció ebrio y así se enamoró de mí. Le encanté. Después que bailamos me dio su número de teléfono y al despedirnos la besé. Al siguiente día la llamé invitándola a tomar un café en el centro de la ciudad. Accedió. La taza de café, por supuesto, era una obvia excusa. Ella me esperaba sentada en el café esquina opuesta a la municipalidad. No bebimos nada. Nos besamos largamente hasta que nuestros cuerpos nos exigieron intimidad. Caminamos por las calles del centro de San Pedro Sula, caminamos buscando un lugar solitario donde pudiéramos manosearnos con descaro, trincarnos hasta coger, hasta quitarnos las ganas. Por la cuarta avenida, por la escuela Cabañas, las calles domingueaban solitarias. Una cabina telefónica frente a un hotel se solidarizó con nuestras crecientes ganas. Nos dio refugio. Nos besamos y yo le acaricié los senos. Ella bajó su mano a las 4 de la tarde y descubrió que debíamos encontrar lo más pronto posible un lugar privado donde coger. Mamarse no basta. Se me ocurrió ir a buscar a Enrique a su apartamento. Por fortuna mi amigo iba de salida. Entendió el mensaje y me entregó las llaves. Subimos. Encendí la computadora y puse música que imaginé que no le gustaba pero que a mí sí. Bailamos. A mitad de la canción el magneto de la cama nos atrajo, nos sedujo. Ella se recostó en la cama y mientras la besaba la quité la blusa y el brassier. Tenía unos considerables y suaves senos. Sus pezones no eran tan halagadores. No quise seguir perdiendo tiempo, las ganas eran enormes, y cuando quise quitarle el jean blanco, no accedió a despojarse de él y prometió quitárselo sólo si yo me desvestía primero. Me senté en la cama y me quité el jean mientras ella me observaba con sus ojos jóvenes y brillantes. La fálica y jugosa silueta resaltaba en el boxer. Se me abalanzó y nos besamos hasta que sus pezones erectos crecieron y tuvieron el tamaño de un kiss Hershey's. Pensaba y deseaba y mi deseo de saborearlos hizo que los introdujera en mi boca y mi lengua buscó desaparecerlos hasta que se rindieran de placer. Lamía un pezón, luego el otro. Aunque quisiera lamerlos al mismo tiempo no hubiera podido. Luego descendí a los pozos epicúreos, a desentratelurizarla, a chuparle ese súcubo molusco que sabe a mujer, a sal, a creación, a todo y nada; el ejército de mis manos ya había conquistado todas sus colinas, valle abajo, montes claros y enmarañados, muslos blancos de leche y miel, su vientre todo de licor sudado, amazónicas tibiezas y todo cuanto es supuestamente impenetrable. Buscaba la más húmeda y cálida parte de todo su cuerpo. Esta vez no hubo dilemas, gracias a mi poca experiencia, sobre qué hacer en esos momentos que determinan la grandeza de un hombre. Por instinto hundí dos de mis dedos en su caracol sombrío, los introduje como se remoja el pan en una taza de café. Los estudiosos de Onán habían acariciado sus labios así como su prominente clítoris. Ella gemía, estiraba y tensaba las piernas. A veces miraba mi rostro y mis ojos, otras veces cuando la sensación era mayor apartaba su cara constantemente de un lado a otro, como si tratara de huir del placer cual inmaculada o en un vano intento hacerse la indiferente para que el placer durara más, ese placer eterno, despiadado, que no perdona tiempo y alcanza el tiempo, como un violín pecaminoso que alcanza a Dios para invitarlo a huir de su letargo. El hilo blanco había descendido cual Ícaro desde las alturas de la cama al suelo. El calor que ella desprendía indicaba que estaba pronta a colmar de humedad la copa de su sexo y que incendiaría con su ardiente lava el prodigioso jardín que la custodiaba. No habían razones para no penetrarla en ese preciso instante, salvo que quería seguir disfrutando de sus labios sonrojados entre sus muslos como alas abiertas, los lamí intensamente, sus labios que armonizaban con el color de sus pezones, y como en un acto de lasciva redención, metí mi lengua completa adentro suyo, después de haber saboreado su clítoris cual helado de vagina hasta que me jaló del pelo fuertemente para alejarme. Rendida, con los ojos de luna, en la tarde de un domingo, cuando el sudor nos lavaba, apenas entreabierta por el receso del orgasmo, comencé a penetrarla. Y el acto se asemeja a la historia de Sísifo: una y otra vez penetrarla con mi dura roca, adentro, afuera, adentro afuera, y volver a enterrar el cuerpo vivo de mi verga en lo más profundo de sus deseos. Lo hacía por amor al arte, y por deporte, tanto que me recordó la dinámica de la natación respecto a la respiración. Afuera. Profundamente dentro. A medias afuera. Profundamente adentro. Un segundo adentro, un segundo afuera, un segundo adentro, un segundo afuera, dos segundos eternos adentro, manos apretándole las nalgas, y bocas aprisionadas. Minutos luego, mi verga busca otro conducto, por accidente y movimiento y destino mi verga busca su culo, ella, Marisa, me ve con ojos sobresaltados e involuntariamente contrae ese conducto evitando que se entregue, que mi verga entre hasta lo más profundo de su culo. Le dije que fue un accidente, que mi verga tiene vida propia y que la disculpe. No contestó. Reacomodé entonces mi angelito y continué el tedioso acto. Cuando acabé ella agarró mi miembro con sus manos hasta exprimirlo entero para que nada quedara en los chimbos príapicos. Eyacular, eyacular... sobre su moderado monte de Venus. Posteriormente le hice sexo oral. Y repetí la misma escena: me quitó de una manera violenta, incluso con sus pies para que dejara de lamerla. Calabaza, calabaza, cada quien para su casa. Eran casi las siete de la noche y mi amigo había regresado al apartamento. Le lancé las llaves desde el piso de arriba. Marisa y yo lo hicimos nuevamente en el baño mientras nos bañábamos. Todo era sexo. El sexo estaba en el aire. Sexo, sexo, olor a sexo en el aire. Cuando fui a dejarla, ella se sintió con derecho a pedirme que no volviera a beber. Yo me reí y no le hice el menor caso. Entonces repitió que por favor no bebiera más. Yo le respondí que no era posible. Reformuló su petición y me dijo que por lo menos cuando saliera con ella no bebiera. Le respondí ni mierda. El aire que olía a sexo comenzó a espesarse y a volverse tenso. Me despedí con un beso y le dije que quería verla el martes próximo, que me gustaría verla lo más pronto posible, que la había pasado muy bien. Llegó el martes, no la llamé, no llegué a la cita. Era obvio que lo último que quería era una relación restrictiva. Hay mujeres que te prohíben la bebida, hay quienes te alientan y desangran tu bolsillo, otras te acompañan con la excusa de cuidarte, y otras te invitan a beber honrándote como semental. Marisa cometió su error.
(Fragmento de “Tremdall Morian”.)
miércoles, 12 de mayo de 2010
MI MAMA ME MIMA, CUENTO DE KALKI MARTINEZ
Los restos de tiza, desprendidos de la barra al deslizarse sobre la pizarra, a veces caían sobre su pantalón. Temblaba. Podía escuchar atrás a los demás compañeros cuchichear, mientras, sin verla a ella, imaginaba sobre él la sombra alargada que todos trataban de evitar. Podía imaginar la pesadez de la regla rústica que en más de una ocasión le habían descargado. “Culito de pollo,” le habían dicho, y después tuvo que esconderse al llegar a su casa, para que no viesen reventadas sus yemas y uñas, porque, pensaba él, si se daban cuenta, la tunda podía ser doble.
Seguía ahí temblando, y con su brazo trazaba la oración que ella le había explicado el lunes. Hoy era viernes, y todos debían saberla. El había estado atento. No divagó nunca ni cuando, el miércoles, Tato le enterró en las costillas el lápiz grafito para que saltase cuando la maestra los regañaba por andar sucios. Se había mordido los labios para callarse y sólo se movió un poco hacia adelante.
--¿Qué pasa, no sabe la lección? --preguntó mientras él alcanzaba a escuchar el golpe seco de la regla contra la palma de la mano.
--¡No es eso, maestra! --le dijo y de un solo tirón e, impulsado por el miedo, terminó la oración a la que más de algún niño gritó: ¡va pal cielo!, al descubrir la falta de horizontalidad de los caracteres trazados sobre el pizarrón.
--¡Muy bien! --dijo, y les preguntó a todos: ¿Qué dice aquí? Todos gritaron: MI MAMA ME MIMA.
¡Excelente! --dijo ella, mientras el niño, sudado y sucio, respiraba con calma, libre de pavor.
Esa tarde iba alegre. No lo habían golpeado ni dicho nada en la escuela. Llevaba intacto los dedos y no había conocido la burla. De un puntapié, abrió la puerta trasera de la casa. Su sombra, proyectada por la luz que venía del patio, le impedía ver adelante a su madre. Reconoció la figura en medio de la hiriente luz. Corrió a abrazarla.
-¡Mami¡ --dijo, mientras ésta le daba una bofetada.
-¿Por qué tiras la puerta? -le reprochó.
--¿Es que…, es que…?
-¡Callate! –le gritó y volvió a golpearlo.
El niño, tirado en el suelo, comenzó a quitarse el uniforme. Estaba más sucio. Había dejado de llorar. Pensaba aún en la gloria matutina de la escuela. Se decía bajito: Mi mamá me mima, mi mamá me mima, pero ni aún así entendía la oración, él sólo sabía que algo le dolía y le oprimía el pecho. Se levantó del suelo y se fue a lavar su uniforme.
sábado, 8 de mayo de 2010
LA SECRETA VOZ DE LAS AGUAS
POR FELIPE RIVERA BURGOS
En su primer libro, La blanca hierba de la noche, el poeta Marco Antonio Madrid realiza una relectura de los mitos griegos en el contexto contemporáneo. Poemas como Más allá de las Furias, Los atridas, Ícaro, Heráclito son también escenas donde Madrid recrea la existencia trágica del ser humano actual, que, abandonado por los dioses y extraviado en su entelequia, busca la redención en algo tan extraño y aciago como el amor. Sin embargo, como una corriente secreta, ese libro también era recorrido por una voz intimista, nostálgica, que se dejaba ver en poemas como Remanso y Junto al último sol. Un discurso cuyo punto de inflexión pasaba de los mitos a las verdades irrefutables contenidas en la experiencia, de lo etéreo a la realidad más inmediata. Así, la antigua sentencia que nadie se baña dos veces en el mismo río se convierte en un dilema entre el presente y el pasado, entre la materia y el recuerdo, confiriéndole al ser humano algo más que la mera pulsación racional:
Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
Busco en ella quizá tan sólo
el fervor de un recuerdo.
El fruto que nos llama desde el fondo de las aguas.
La huella feliz que espera a lo lejos
el retorno de mi planta.
La luna colgada en los naranjos.
La soledad de aquellos patios.
Hundo mis manos en la última luz de la tarde.
¡Y todo está aquí!
Felizmente impalpable.
Como el fuego que yace en la memoria.
Como el vuelo reposado de las aguas.
Como el tiempo que me sueña
junto a la palabra que desciende
y me nombra.
(Junto al último sol)
Cierto que es la última luz de esta tarde, pero en ella están contenidas todas las tardes de la vida. El racional río de Heráclito ha sido rebasado por un océano sensorial.
Ahora asistimos a su segundo libro de poemas, La secreta voz de las aguas. En este libro, dividido prudentemente en dos partes, la sección El otro río, el otro mar mantiene una cercanía poética con el primer libro del poeta, recurriendo al verso sentencioso y dramático, y a imágenes tradicionales de las grandes verdades humanas: el mar sigue siendo la muerte:
Río de la luz y de las sombras donde un hombre desciende
no para mojar dos veces
su talón en la corriente
sino para abrevar su vida,
sino para abrevar su muerte.
(El otro río)
El hombre insiste en su destino de arcilla:
Palabras como gotas de finísimos aceros,
como soles de extintas primaveras,
como belfos de rabiosa herida,
como un coro de voces recorriendo
la triste arcilla, como árboles de profundas
raíces donde las ramas poco a poco
se van quedando vacías.
(Fragmentos del otoño)
Ofelia y su río fatal, un río que también sobrevive a Siddharta:
Humano río de las formas,
venero de las lágrimas,
todos cabemos en ti:
la calavera del bufón, el sepulturero y el poeta.
El ser y el no ser.
La corte de los reyes
y el filo envenenado de la espada de Laertes.
(Responso de las aguas)
Ya no veo al balsero, ni al joven Siddhartha.
Ya no acunan las aguas la voz del venerable.
Sólo el río galopa lejano.
Sólo el río a la espera de otros rostros,
de otras balsas.
(Siddharta)
Desdémona es invitada a continuar el sueño donde la dejó Juan Ramón Molina:
No despiertes, aquí tan sólo hay arenas.
Arenas para el tálamo insufrible, arenas para el reino,
arenas insaciables. Sí, sólo arenas tan vastas como el mar.
(Desdémona)
Y la doctrina del eterno retorno que el poeta profesa con secreto entusiasmo.
Ese rostro llega, los latidos de tu sangre son los latidos de su ya única sangre.
Algo te dice… y tú comprendes que, en la vida,
él ha sido tu única certeza.
(Palabras para un rostro que llega)
Sin embargo, como lo hizo en su primer libro, oculto bajo la abrumadora fuerza de la voz trágica, Madrid ha mostrado ya una gran habilidad para encontrar en el paisaje -inmediato o recordado- un discurso sobre la brevedad de la vida, el tránsito fugaz, el fluir irremisible de los actos, la naturaleza abyecta del humano… sin recurrir a la escuela trágica. En este libro compone una segunda parte dedicada a este recurso (Poemas de las tierras altas) y es, para mi gusto, una realidad presente con más fuerza en todo el libro y la cúspide de este momento de la poesía de Madrid. Para el poeta, en el entorno más inmediato del hombre está lo trascendente. Un paisaje hirsuto y provinciano -la visión de un naranjo en el patio, los páramos, la necrópolis al borde de las carreteras- es también un depósito de símbolos, voces, mensajes de otra realidad que revelan verdades mucho más poderosas y palpables, más vivas, más plásticas que lo que está ante nuestros ojos.
No se trata de un recurso abusado por los poetas criollos y modernistas. En aquellos, el paisaje era un símbolo o elementos de un mundo al que se debía exaltar. Los pinos eran una muestra del vigor humano y la hacienda de Darío era un canto a la sencillez campesina, de ahí que el buey que vi en mi niñez echando vaho un día en el fondo no significara nada. Obedece más bien al mismo ejercicio de Robert Frost en poemas como Doblar abedules o en La hierba cortada por los campesinos de Roberto Sosa: a través de una escena simple se aborda una verdad universal.
En Madrid -y demás está aclarar en la poesía contemporánea- el paisaje es una experiencia sensorial. Este ejercicio no es fácil, ya que las sensaciones recordadas son algo más que sonidos, colores y aromas. La búsqueda de Madrid deviene en una aguda percepción del entorno, vista ya desde su primer libro y también en la primera parte de este último. Dada la naturaleza organizada de este poeta, no se trata, por supuesto, de una enumeración caótica de los elementos del mundo: se trata de una selectiva colección sensorial de aquello que compone el mundo privado del poeta (la uva del café, la hoja del badú, el canto de cigarras), arropado con un lenguaje que a cada momento exige precisión, fidelidad y una cierta ternura por esas cosas que en sus manos (o en aquellas pequeñas manos) pierden el adjetivo de lo común, pero se rehúsan a lo ampuloso. Un ejemplo de la precisión lingüística de ese mundo es la insistencia de no confundir un simple insecto: la mantis o la mamboretá y obligarnos a ver que las hojas donde muere el insecto no pueden ser otras que las del guamo. Al mundo de los recuerdos se le debe la precisión de lo sagrado.
Hay un árbol donde una gota del viento se dispersa
y luego se repite sin memoria.
Hay una yedra que viene del fondo, como un tejo gris,
como un dolor, como una escama de siglos empotrada
en el oscuro dorso del agua;
entre la tarde y las zarzas, una res muerta y devorada
por las aves; un cansado canto de cigarras esperando
la imposible tormenta; las casas de adobe y paja como cactus
sobre la duna sangrante de los días; un pescador y su cordel
y su plomada; la mantis o mamboretá y ese insecto que dura
tan sólo una tarde y luego muere entre las hojas de un guamo.
(El otro río)
Pero debo decir que en todo aquello que el poeta ha permanecido fiel, así también su poesía se ha movido. Su mirada ha pasado de lo etéreo a la realidad, aunque sus verdades permanecen. Este cambio en el paisaje de Madrid, creo, ha sido un paso feliz hacia un lenguaje maduro y menos sentencioso, donde la descripción exige que el espectador se concentre y se limite a sí mismo, se entregue a la evidencia y excluya el poco efectivo recurso de la pregunta retórica y la sentencia perentoria propia de aquellos primeros poemas.
El paisaje en la poesía de Madrid está manchado por las leyes irrefutables de la tierra: la lluvia es una señal del tiempo que crea espejismos, el mar es falso y sólo las olas verdaderas, la luz de la tarde es siempre la última corpórea materia donde de algún modo nos bañamos dos veces. En estos montículos, en el sonido del pájaro cabullero, Madrid revela el destino trágico e irremisible del hombre, y el recuerdo siempre surge como un pensamiento doloroso que se perpetúa y corrompe todo lo que evoca. Es una suerte de calle de una sola vía: la idea contenida en el paisaje no puede materializarse en otra cosa y sólo puede evocarse mediante imágenes de sí misma, como sombras chinas. En este mundo se juntan imágenes que significan todas las cosas de la tierra: el herido ondeando en la hamaca, la llama del candil, la canción de cuna, la cometa; la garúa, el estallido musical y triste de diciembre, hasta desembocar en el ya memorable Poema para bailar un trompo:
Giraba el trompo ya sin ninguna broza.
En un haz de sombras y en un vértigo
de luz, giraba como un pequeño sol,
como un planeta o como la luna que nace
entre las hojas del espino.
Mas hacerlo girar era un arte difícilmente
aprendido. Una y otra vez atabas el cáñamo
a su cresta y una y otra vez lo lanzabas
a la tierra ya vencida, hasta hacerlo girar
como una seda y hacer tuyo el aire limpio,
la música y el olor de su madera.
Arrimado contra una escultura ecuestre, uno de los ángeles de Wim Wenders (Tan lejos, tan cerca) pregunta por qué los humanos reproducen las imágenes de lo existente. Para no olvidar cómo son las cosas, le responden. Si hemos de creer en el precepto de que la naturaleza imita al arte, las tierras altas de Santa Bárbara se parecen cada día más a los versos de Marco Antonio Madrid. Son ahora la lejana planicie de la infancia, el depósito de todo lo inasible.
Tegucigalpa, diciembre 2009(Tomado de Arlequín)
LA PIEL DE LA TERNERA
Otoniel Natarén Álvarez, uno de los poetas jóvenes más prometedores, nació en El Progreso, Yoro, en 1975. Reside en La Lima, pero trabaja en San Pedro Sula, y también estudia la carrera de Letras en la UNAH-VS. La piel de la ternera es su primer volumen lírico, segundo de la colección Poesía de mimalapalabra editores.
Poemas de La piel de la ternera
DONDE SE SIENTAN LAS VARONAS
Nadie te observa,
nadie te recorre,
como si probaran de ti el color salado,
como si el viento ocultara secretos duraderos
mientras se disipa el aire que alivió nuestros fuegos.
Éste es el presente dado a la escarcha:
el descanso de la olvidada.
Aquí está la semilla que rechazaron las aves;
el muérdago, para quienes observan
los troncos y las ramas.
¿Cómo se llega a lo inevitable, varona?
¿Cómo se llega con esa pupila de rostro desencajado
quien te visita desde sus uñas, rara;
desconocida, porque no la conoce nadie,
incrédula, porque no cree en las edades y en las
desgracias;
viene con la mano de las dudas a tocar su cuerpo en
tus plumas.
¡Y pasó esto!, y, ¿cómo pudo pasar? ¡Qué hiciste!
Entró su cigarro nervioso;
entró a preparar café.
También fue harapienta y también fue perfumada
con la noche,
vino a palparlo todo.
Todos los riesgos los traía el hambre,
y todas las hambres se pudieran calmar.
¿Dónde queda el abismo,
la monotonía, y conserva un rumor parecido?
Por aquí se padece; se tirita en ese seno duro, el
ocaso:
sobre todo la obscuridad, hija de toda la nieve.
Allí aparecen las torres,
las refinerías, las luces,
el olor aceitoso de alguna rememoración,
y por algún resquicio, la silenciosa Eva, sonríe:
para ninguno fue creado el descontento.
Cruza la hoja palmeada,
el estuario,
reinas de vidrio en las ventanas;
ese sabor a pan de la humareda golpeando
en la alfombra de los autos.
Nada hay, abreviado, que no pueda influir en el
instante.
Hay quien murió engañado, y subió la pendiente;
y quien compró a este Señor los lagartos,
y quien se llevó uno de tus vestidos,
y otro, tu brazalete,
pero nadie sabe recordar la copla solitaria de tu
boca.
Debió ser tanta profundidad, tanta rueda,
tanta multitud dispersa por estas temperaturas,
y estos restos y estos caminos donde todo se olvida.
Por allí las cáscaras,
la visión cansada,
la adhesión excedida;
por herrumbre, por los viajes rutinarios.
Allí se vive enroscado a los rieles,
se habla a la hojarasca, se transcurre,
como si retrocedieran aquellos días a su escondrijo,
en cada vagón oxidado, con la misma penumbra.
En ella había una caricia que nos hacía falta.
Ella era de todos, y también era de nadie.
Abrazamos sus pasiones y sus besos desdichados.
¡Basta, entonces, de hablar con culpa en los
comedores!
¡Basta de señalar con culpa desde la estación de
espera!
¡Vayamos a ver lo nefasto,
vayamos a ver y tocar!
Por allí, en los bordes, se encuentra el osario.
ELLA
¡Cuántas veces la mozuela besa
y se reparte en el mundo su sonido!
La mujer se repite; la misma intensidad;
se acuesta, y el reposo la desgarra.
Está allí y observa, dormida, los astros,
se funde a las paredes o se sostiene de los muros.
Su boca espera,
responde a cierta sintonía,
responde blanda, y todos la toman,
y no se quisiera concluir la noche,
y no se quisiera despedir ninguno,
pero, viene la hora.
¡Despierta, despierta!, y también despierta la
serpiente.
Sale a la luz esa mujer, con la piel nueva,
extiende todas sus manos y consulta los relojes;
allí vienen todos los relojes con la hora imprecisa.
Se aleja y vuelve; y vuelve a desprenderse.
Ya no se fundirá al granito;
y pudiera esperar y pudiera besar infinitamente.
Es el rompimiento.
Ven a ver cómo se marcha.
Ven a ver una bandera tragada por las olas.
Los diluvios vinieron a destruirla,
a impedir el sueño;
y, ¡debiera retirarse!, dicen todos,
y se despedaza llorando.
LA PIEL DE LA TERNERA
Aquí comienza el libro,
los llamados de la piel;
de aquel encierro,
de aquella mujer;
el mismo deseo, el mismo encadenamiento,
cual si la bestia fuera,
cual si la bestia es,
donde desbocan los caballos.
Dios nos ampare a todos.
Dios se apiade cuando se frunza nuestra madera
y sólo el libro sobreviva.
Vayamos todos los demolidos,
los crápulas,
a reconocernos en nuestros cerrojos,
con las ventanas abiertas de nuestras almas
libertinas.
Vayamos a ser verdaderamente hipócritas
puesto que nada nos conmueve,
y trotamos el mundo, fementidos y rufianes.
Pero, algo guardamos del abandono;
porque algo nos conmovía;
algo nos llenaba de las ternuras,
y aunque, arrojados del seno,
alguna verdad se nos presentó amable,
para cumplir los días,
para tocar sus trompetas,
con nuestras supremas pieles en los supremos
pabellones,
cuando la voz le cante,
a ella carnal, sufriente, corruptible;
blanca y verdadera.
(Tomado de mimalapalabra)
NOCIONES PARA HABITAR UN PAIS DIFICIL
Nociones para habitar un país difícil, de Julio Cesar Antúnez (La Lima 1982), que apareció en agosto de 2008.
POR GIOVANNI RODRIGUEZ
Nociones para habitar un país difícil es el título que Julio César Antúnez escogió para su primer libro de poemas. Y no fue en vano que así lo decidiera: es el nuestro un país difícil, no sólo para quien pretende llevar una vida normal entre familia, trabajo, amigos y noticias diarias, sino para quien, quizá cargado de excesivo valor, se dedica al oficio de escribir. El nuestro es un país profundo y ningún poeta sale ileso del fondo de esta certeza.
Hay en la poesía de Julio César Antúnez una voluntad temática y estética que nace de esta certeza y también de la imposibilidad de aferrarse absolutamente a ninguna causa. Aquí están los ecos de la memoria, el color de la sangre, los viejos latidos del amor, la pulsión existencial, el rastro de las lecturas, pero nada de eso determina el impulso definitivo de su voz, que apunta más bien a esa poética del desencanto tan característica de las nuevas generaciones. Porque después de la muerte de Dios, de las guerras de aquí y de allá, después del "amor y paz", de la música de los setentas y ochentas, de la fundación del terrorismo casi como política de Estado, ¿qué otra cosa podría ser más auténtica para un poeta que la pérdida de la esperanza? Nuevamente la poesía surge no como posibilidad de salvar algo, como arma de redención, sino como testimonio de la individualidad del poeta y de su compromiso con esa individualidad.
Antúnez sabe que "las palabras que no dijimos/ crecen en el vientre de las piedras", y que por eso es urgente decirlas ahora; sabe que "de vez en cuando/ uno sufre o muere/ por llevar una piedra debajo de la lengua", que el silencio no es buena opción en los países difíciles; y quizá sea esa la razón por la que escribe.
"Con las palabras vueltas un filo", Antúnez asume en este libro su condición de ser en el mundo, su condición de poeta, testigo único de su propia circunstancia. Otros libros vendrán con los años, y con ellos nuevas certezas, nuevos compromisos, nuevos encuentros y desencuentros consigo mismo. Por ahora, estas Nociones representan su primera mirada concluyente a un país difícil y a un mundo difícil.
Jaculatoria por Ernest Heminway
Uno no puede merecer una muerte tan así,
muerte accidental,
muerte color cañón
muerte blanca,
teñida de rojo.
Pulir un verso y reventarse la cabeza,
cortarse la muñecas
y preservarlas en alcohol.
Ofender al que ofende
y quedarse de pie sin saber la palabra fuga
para verle los ojos al miedo
y decir este cuerpo es mío.
También las palabras,
las que se sufren,
las tímidas,
las que se dicen sólo en días de lluvia,
las que son capaces de fusionar el día y la noche
para inventar un tiempo diferente.
O amenazarse de muerte uno mismo
para evitar la tentación de escalarle siete muros
a la vida que hoy amaneció.
La sed
De vez en cuando
uno sufre o muere
por llevar una piedra debajo de la lengua.
Nociones para habitar un país difícil
Aquí los lobos se hastiaron
de las niñas prematuras.
Tendrás que arrastrarte entre ciegos con navajas,
no desparramar ni una gota de ruido
para preservarte ileso.
Pedirás el vino sellado
por aquello de vino nuevo en odres viejos
y viceversa.
Comprarás un cuchillito
por si toca cortar una cadena,
gafas negras para no volverte estatua de sal.
Esperarás a que el reloj se haga pedazos
en el dorso del día
y verás cómo nos gusta desentrañar perros
y secarlos al sol
o atormentar a las muchachas con las viboritas
que guardamos en el centro de los ojos.
Más tarde
cuando el crepúsculo hiere la piel
verás que los últimos pájaros se apagan
en ese abrevadero de pesares que llaman parque
y a contraluz se viene ese follaje de neón
con sus mil malditas obscenidades negadoras de poesía.
Te guardarás de palabras un tanto peligrosas
como libro, idea, libertad, porqué;
acuérdate de los poetas inmolados.
Evitarás las esquinas
porque ahí los profetas sin horario
fundaron el recuento de las manos extendidas
y del amor que sucumbió
por no seguir las reglas del manual.
Sabrás que la muerte ronda,
se traga las lámparas públicas
para alimentarse de sombra-sangre.
Olvidarás desde ya el trago amargo
para sanar la estocada de amor;
aquí todo es a cierta altura sobre el nivel del mar,
todo va de mal en silencio;
tendrás que comprarte una conciencia.
(Tomado de mimalapalabra)
POR GIOVANNI RODRIGUEZ
Nociones para habitar un país difícil es el título que Julio César Antúnez escogió para su primer libro de poemas. Y no fue en vano que así lo decidiera: es el nuestro un país difícil, no sólo para quien pretende llevar una vida normal entre familia, trabajo, amigos y noticias diarias, sino para quien, quizá cargado de excesivo valor, se dedica al oficio de escribir. El nuestro es un país profundo y ningún poeta sale ileso del fondo de esta certeza.
Hay en la poesía de Julio César Antúnez una voluntad temática y estética que nace de esta certeza y también de la imposibilidad de aferrarse absolutamente a ninguna causa. Aquí están los ecos de la memoria, el color de la sangre, los viejos latidos del amor, la pulsión existencial, el rastro de las lecturas, pero nada de eso determina el impulso definitivo de su voz, que apunta más bien a esa poética del desencanto tan característica de las nuevas generaciones. Porque después de la muerte de Dios, de las guerras de aquí y de allá, después del "amor y paz", de la música de los setentas y ochentas, de la fundación del terrorismo casi como política de Estado, ¿qué otra cosa podría ser más auténtica para un poeta que la pérdida de la esperanza? Nuevamente la poesía surge no como posibilidad de salvar algo, como arma de redención, sino como testimonio de la individualidad del poeta y de su compromiso con esa individualidad.
Antúnez sabe que "las palabras que no dijimos/ crecen en el vientre de las piedras", y que por eso es urgente decirlas ahora; sabe que "de vez en cuando/ uno sufre o muere/ por llevar una piedra debajo de la lengua", que el silencio no es buena opción en los países difíciles; y quizá sea esa la razón por la que escribe.
"Con las palabras vueltas un filo", Antúnez asume en este libro su condición de ser en el mundo, su condición de poeta, testigo único de su propia circunstancia. Otros libros vendrán con los años, y con ellos nuevas certezas, nuevos compromisos, nuevos encuentros y desencuentros consigo mismo. Por ahora, estas Nociones representan su primera mirada concluyente a un país difícil y a un mundo difícil.
Jaculatoria por Ernest Heminway
Uno no puede merecer una muerte tan así,
muerte accidental,
muerte color cañón
muerte blanca,
teñida de rojo.
Pulir un verso y reventarse la cabeza,
cortarse la muñecas
y preservarlas en alcohol.
Ofender al que ofende
y quedarse de pie sin saber la palabra fuga
para verle los ojos al miedo
y decir este cuerpo es mío.
También las palabras,
las que se sufren,
las tímidas,
las que se dicen sólo en días de lluvia,
las que son capaces de fusionar el día y la noche
para inventar un tiempo diferente.
O amenazarse de muerte uno mismo
para evitar la tentación de escalarle siete muros
a la vida que hoy amaneció.
La sed
De vez en cuando
uno sufre o muere
por llevar una piedra debajo de la lengua.
Nociones para habitar un país difícil
Aquí los lobos se hastiaron
de las niñas prematuras.
Tendrás que arrastrarte entre ciegos con navajas,
no desparramar ni una gota de ruido
para preservarte ileso.
Pedirás el vino sellado
por aquello de vino nuevo en odres viejos
y viceversa.
Comprarás un cuchillito
por si toca cortar una cadena,
gafas negras para no volverte estatua de sal.
Esperarás a que el reloj se haga pedazos
en el dorso del día
y verás cómo nos gusta desentrañar perros
y secarlos al sol
o atormentar a las muchachas con las viboritas
que guardamos en el centro de los ojos.
Más tarde
cuando el crepúsculo hiere la piel
verás que los últimos pájaros se apagan
en ese abrevadero de pesares que llaman parque
y a contraluz se viene ese follaje de neón
con sus mil malditas obscenidades negadoras de poesía.
Te guardarás de palabras un tanto peligrosas
como libro, idea, libertad, porqué;
acuérdate de los poetas inmolados.
Evitarás las esquinas
porque ahí los profetas sin horario
fundaron el recuento de las manos extendidas
y del amor que sucumbió
por no seguir las reglas del manual.
Sabrás que la muerte ronda,
se traga las lámparas públicas
para alimentarse de sombra-sangre.
Olvidarás desde ya el trago amargo
para sanar la estocada de amor;
aquí todo es a cierta altura sobre el nivel del mar,
todo va de mal en silencio;
tendrás que comprarte una conciencia.
(Tomado de mimalapalabra)
FINAL DE INVIERNO
POR GIOVANNI RODRIGUEZ
En algunos cuentos tradicionales los finales eran considerados como disparos certeros a la mente del lector, ya fuera para sorprenderlo o para solucionarle el conflicto planteado en toda la narración. Visto así, los finales justificaban toda la narración, lo cual implicaba casi la anulación del lector como ente pensante al finalizar la lectura. Parecía que toda la pieza narrativa había sido escrita sólo pensando en el final. No había, entonces, demasiados motivos para releer una ficción cuando conocíamos su final y cuando este final prácticamente desvirtuaba toda la acción desarrollada hasta llegar a él. El lector podía recordar después más el final del cuento que el cuento mismo, por la poderosa impresión que le dejaba. Pero en los cuentos de Dennis Arita (La Lima, 1969) esto no es así. Arita desestima los finales como metas a las que debe llegar el lector y en cambio le ofrece recorridos extraños, a veces insólitos, a veces oníricos, para que pueda preguntarse constantemente dónde está o qué ocurrió antes de llegar ahí. Así que el final de cada uno de esos cuentos puede ser uno o puede ser múltiple, pero lo más importante no será encontrarlo sino dejarse seducir y atrapar por esa necesaria y permanente posibilidad de búsqueda.
Reconocido como narrador desde hacía algunos años, cuando sus primeros trabajos aparecieron en las páginas de diarios y revistas nacionales, Dennis Arita decidió publicar, por primera vez en libro, algunas de sus ficciones breves en 2008 bajo el título Final de invierno. Compuesto por cinco cuentos largos, este libro supuso una grata noticia para la narrativa hondureña pues ya se sabía de los alcances que su autor, lector infatigable y acucioso, podía lograr con su ópera prima.
Y el resultado es una obra breve pero sustanciosa, de una profundidad inusual en la cuentística hondureña de los últimos años, comparable, en términos de calidad, con las mejores piezas de narrativa breve que ha producido la literatura nacional.
Nada es explícito en estos cuentos, y esto es algo que se agradece pues el valor de un libro de narrativa en estos tiempos ya no reside en las minuciosas descripciones topográficas o antropológicas –de eso ya se ocupó, en su momento, la novela costumbrista- sino en la eficacia demostrada por el autor en su intención de crear diversos significados posibles desde un mismo punto de origen.
Para empezar, “El río”, un cuento en donde somos testigos de las que posiblemente sean las últimas horas de Figueroa, un hombre que despierta a la orilla de un río, herido en la pierna derecha, intentando rearmar en su cabeza lo ocurrido antes de su pérdida de la conciencia. El proceso de recuperación de los recuerdos inmediatos de este personaje, dejándose llenar por “ráfagas de imágenes”, traza una posible ruta de lectura para éste y para los cuentos posteriores del libro pues la manera en que la memoria va reactivándose se asemeja bastante a la manera en que los lectores nos vemos obligados a recomponer en nuestra cabeza la historia que se nos cuenta. La situación que origina lo narrado es apenas evocada a través del personaje principal; son pocas líneas las que se ocupan de mostrarnos el incidente detonante de toda la acción narrativa, pero esas líneas bastan para que empecemos a completar, con nuestra imaginación, una historia de sangre. “Ni siquiera sabe qué podía contar o si había algo que contar y en qué orden”, dice la voz narradora, y así nos vemos por momentos los lectores, sin saber cómo interpretar lo leído o en qué orden, lo cual es motivo para involucrarnos en la trama, como una especie de detectives literarios.
En “Casas”, el segundo cuento del libro, una pareja da por sentado que Sierra, un personaje que ha perdido el camino a la ciudad, es el dueño de la casa nueva en la zona residencial en la que viven, y Sierra, afectado por una extraña fiebre y un dolor agudo en la espalda, termina también asumiendo que, efectivamente, es el dueño de la casa nueva, aunque ni siquiera quiso entrar a verla por dentro cuando el vendedor se lo propuso, porque había decidido que no iba a comprarla. Es un cuento en el que predomina una atmósfera onírica, que puede otorgar respuestas si lo leemos bajo el presupuesto de que podría tratarse de un sueño. Sierra, por ejemplo, no recuerda haber visto más que dos casas cuando se dirigía, en el carro del vendedor, a la zona residencial, mientras que a la vuelta se percata de que hay más, y sólo se lo explica diciéndose que “de alguna manera el camino de ida no es el camino de vuelta aunque sean el mismo camino”. La extraña fiebre y el dolor agudo en la espalda que afectan al personaje Sierra después de recibir un chaparrón imprevisto, lo sumen en un estado en el que se muestra incapaz de subvertir el orden de las cosas. Por eso llega a sentirse extrañamente cómodo en la casa de esa pareja de desconocidos sobre cuyo asiento de mimbre descansa, esperando que pase la fiebre. Por eso tampoco los contradice demasiado cuando lo tratan como al dueño de la casa nueva. Y por eso, finalmente, decide ya no dirigirse a la ciudad cuando logra salir de la casa de la pareja sino a su “nueva casa”, a la que ni siquiera ha entrado nunca y cuyo pomo, sin embargo, se apresta a abrir con absoluta naturalidad al final de la narración.
“Monstruo”, siguiente cuento del libro, es, posiblemente, el más receloso de todos. En el viaje de Peralta a la casa de su madre en el sur hay varias incógnitas y alguna sospecha un tanto arriesgada. Entre las incógnitas, podría contarse la de por qué tenía Peralta 15 años de no visitar a su madre si la casa de ésta quedaba a sólo tres horas de distancia en bus. También la de si existe entre Ramírez y la madre de Peralta una relación más allá de lo meramente comercial. Y esta última podría generar otra: ¿por qué la madre de Peralta había retirado de la pared de su casa el retrato de su padre y los diplomas de su hermano? Y lo que uno alcanza a sospechar, si el morbo da para tanto, tiene que ver con la naturaleza de la relación entre Peralta y su madre. Pero para esa sospecha y para las preguntas que el cuento genera no encontraremos más respuestas que las que nuestras relecturas y nuestra imaginación puedan procurarnos. Porque la intención de su autor no es plantearnos situaciones ambiguas para después aclarárnoslas sino simplemente introducirnos en un mundo espeso, poblado de dudas, y su juego consiste precisamente en mantenernos en una calculada incertidumbre.
En “Edificios después de la lluvia”, Juan Mendoza sigue viendo intacto el edificio que albergaba el café, a pesar de que él mismo decidió su demolición y de que hay pruebas de esa demolición, entre ellas a su compañero Funes asegurándole que efectivamente así ocurrió. Pero el asunto de la demolición del edificio es lo más importante sólo en apariencia, porque en realidad las relaciones de los dos personajes principales, Mendoza y Funes, con las mujeres que tienen cerca es lo que invita a pensar verdaderamente. El tipo de empresa para la que los personajes trabajan, el motivo de la demolición del edificio y el final de la narración, en el que se producen dos posibilidades, no se comparan, en cuanto a incógnitas, con la relación de Funes con su esposa y con la más que posible relación de Funes con Laura, por la que al parecer Mendoza también siente un afecto especial. ¿Qué hay entre Funes y Laura? ¿Qué ocurre con Funes y Laura después de la supuesta demolición del edificio del café? ¿Qué pasa con Ana a partir del momento en que Mendoza le hace la revelación más importante del cuento? Esas son las preguntas que afloran a esta altura del libro.
“Final de invierno”, el último de los cuentos, parece estar constituido por elementos más realistas, menos oníricos o surrealistas que los que componen los cuentos anteriores. En la monotonía de los días del protagonista y de su amigo Rodríguez entran Micaela y el Rubio. Ella, una mensajera enviada por Rodríguez al protagonista. El Rubio, el objeto del mensaje. Rodríguez quiere demostrar a su amigo que su teoría de que “no hay nadie que haga lo mismo todos los días” es incorrecta pues ahí está el Rubio, un profesor de colegio que a la salida de su trabajo repite cada día los mismos gestos, los mismos pasos, para dirigirse al bar en donde lo espera una mujer de pelo negro, con quien sale y se pierde por las calles de la ciudad. “Ahora sé que el pie que ponía en la primera grada era siempre el derecho y que cuando tomaba el brazo de la mujer de pelo negro que lo esperaba quince pasos más adelante lo hacía con la mano izquierda, mientras con la derecha rozaba leve la mejilla mongólica y la sien para apartar, siempre, un mechón rebelde”, leemos. Las instrucciones de Micaela, que llega a ser la amante del protagonista, son precisas: no debe alterar el curso de los acontecimientos, no debe intervenir nunca, no debe tratar de modificar nada. Pero llega el momento en que el personaje rompe las normas y acaba con lo que Rodríguez llamaba “ese milagro” repetitivo del Rubio. Lo que viene es algo que, por respeto a los lectores, no debo reseñar aquí, ya que contiene, como sugiere su título, un final contundente, más cerca de esos finales de algunos cuentos tradicionales de los que hablaba al principio.
Para tratar de acercarse al espíritu o a la poética de estos cuentos hay que acercarse primeramente a sus personajes, pero esto no resulta nada fácil desde la simple y curiosa circunstancia de que en la mayoría de las veces sólo llegamos a conocerlos por sus apellidos, lo cual, de cierta manera, obliga al lector a mantenerse alejado de ellos. Desde este detalle, Arita nos impone una distancia o una valla que sólo nos permitirá cruzar nuestra capacidad para indagar. Y en esto radica ese espíritu o esa poética de estos cuentos: en propiciar dudas en el lector para obligarlo a interrogarse, aunque eso no le garantice respuestas definitivas.
Todo lo que los personajes dicen en estos cuentos, desde una frase larga hasta una simple exclamación, puede tener un valor significativo a la hora de intentar descubrir lo que realmente ocurre. Todo aquí es dudoso o sospechoso, pero sólo para el lector, porque la información nunca le es revelada completamente, mientras que para los personajes nada de lo que ocurre parece estar fuera de lo normal. El lector podría suponer que de entre los diálogos de los personajes extraerá la información necesaria para comprender todo lo que les ocurre, pero esto no es así pues estos diálogos no están escritos para informar sino para alimentar la trama y en ellos los personajes parecieran sentirse cómodos en la atmósfera espesa en la que se mueven pues asumen lo que sucede sin cuestionarlo demasiado.
Lo que para los personajes es normal, para el lector es ambiguo. Pero la ambigüedad, lejos de lo que podría pensarse, es un artificio perfectamente armonizado dentro de la trama. Arita ha debido pensar –y escribir- primero las historias para después desmontarlas y rescribirlas dándoles tan sólo una apariencia de linealidad, porque cuando nos proponemos encontrar el punto de partida de cada una de estas historias para seguir el hilo que conduce hasta el posible final, tenemos que leerlas y releerlas varias veces, tomando notas aquí y allá, poniendo en orden los hechos; sólo así logramos el pleno disfrute y la comprensión de este libro, lo cual es digno de señalar como gran mérito de su autor.
Conocemos poco a poco a los personajes, pero no a través de frías y aburridas descripciones en los primeros párrafos sino a través de los acontecimientos narrados, de manera que estos acontecimientos se convierten en los verdaderos narradores de las historias. Los narradores omniscientes o en primera persona no son quienes nos revelan algo. De donde al fin y al cabo extraemos alguna información para ayudarnos a completar las historias es de lo que ocurre y nos es contado. Y sin embargo no todo nos es revelado. Los narradores describen hechos puntuales, pero estos son apenas lo que sobresale de la parte subyacente de la historia. Lo ocurrido antes y que no nos ha sido narrado con exactitud es lo que contiene el principio de todo y lo que nos va dejando pistas, como piezas de un rompecabezas que debemos armar con nuestra perspicacia o nuestra intuición.
Estos cuentos son surrealistas en el sentido de que se componen de imágenes que no están regidas estrictamente por la conciencia. Contienen, sí, momentos en los que se identifica episodios realistas (un asesinato, una pelea), pero estos sólo están ahí para establecer la conexión necesaria entre lo real y lo imaginario, como para recordarnos que a pesar de todo, de las situaciones insólitas que se producen a menudo, de los diálogos que dan la apariencia de que todo lo que sucede es absolutamente normal pero que no lo es, lo que al fin y al cabo se nos narra está insertado en el mundo real, en una realidad objetiva, en la vida cotidiana, y que si se ven afectados de vez en cuando por algo de “irrealidad” es porque así considera el autor que merece ser tratada su realidad inmediata. De ninguna otra manera uno logra explicarse, por ejemplo, la aparición de un extraño –y casi gratuito, podríamos decir- “monstruo” en el solar de la casa de la madre de Peralta en el pueblo, que a él le pareció que “tenía el tamaño de un toro o un búfalo”; o la naturalidad con la que Sierra, en el cuento “Casas”, asume su situación en casa de unos desconocidos; o lo absurdo de que dos personas se dediquen, sin un motivo más que el de cumplir con su trabajo, a la demolición de edificios que al parecer no necesitan ser demolidos.
Importa más en estos cuentos el ejercicio narrativo puro y menos los resultados que se deriven de la acción, más la fijación en la memoria lectora de las imágenes sugeridas que la composición de realidades y paisajes precisos, más la búsqueda incesante que lo que pueda resultar de ella. Y esto es algo que hace huir a algunos lectores, acostumbrados a la narrativa premasticada, poco dispuestos a hacer frente a aquello que no entienden a cabalidad.
Quienes se permitan la aventura de leer con la debida atención este libro estarán otorgándole un respiro a su inteligencia y podrán darse cuenta de que la narrativa de Honduras no tiene que estar teñida necesariamente con el aburrido color local con que solemos verla sino que puede alimentarse de otros ámbitos, de otros climas y de referencias más universales. Con este libro, definitivamente, Dennis Arita confirma su valía como narrador de primera línea y abre otra vertiente en la ruta de la nueva narrativa hondureña. (Tomado de mimalapalabra)
viernes, 7 de mayo de 2010
ENTREVISTA CON DENNIS ARITA
"Después de leer Final de invierno, el primer libro de cuentos de Dennis Arita, y de escribir una reseña (que no "análisis", señores ignorantes, con todo el significado que esa palabreja contenga), decidí enviarle vía e-mail unas preguntas al autor. Un par de días más tarde, vuelve el e-mail con mis preguntas y sus respuestas, que creí prudente dividir en dos partes. En la primera, que viene a continuación, se habla casi exclusivamente de H y su literatura, y finalmente, de aquel grupo de amigos llamado Arlequín, al que perteneció Arita. Leamos entonces." (Palabras de G. Rodríguez, editor de mimalapalabra)
¿Cuál es el estado actual de la narrativa hondureña? ¿Qué signos y síntomas podés observar?
Para comenzar voy a decir algo que puede parecer brusco. No soy experto en literatura y apenas he publicado un pequeño libro de cuentos que sólo se vendió en dos universidades y en una librería sampedrana. Es posible que algunos ejemplares sigan ahí. Si me limito a los últimos cinco años, me ha alegrado que se publicaran algunas buenas narraciones de autores de la zona norte. Por desgracia soy algo haragán y no he investigado a fondo qué textos narrativos interesantes han salido en otras regiones del país.
Algunas narraciones les hacen la contra a esas dignas publicaciones. Las raras veces que voy a las librerías, porque casi nunca me ajusta para comprar libros nuevos y prefiero los usados que hallo por puritita suerte cuando hurgo en los estantes de los librovejeros, me he encontrado con ciertas sorpresas: novelas y cuentos recientes de hondureños que se atreven a agarrarse a macanazos con géneros inesperados como la ciencia ficción, el melodrama más barato y cursi, las investigaciones policiales... para todos da el Señor. Los vicios, o a saber si las virtudes, de esos libros son su redacción atolondrada, sus lagunas de lógica que los hacen parecerse a los balbuceos de un recién nacido, sus argumentos que buscan abarcar el universo y se quedan en relajos en todos los niveles: oraciones, párrafos, capítulos... libros enteros, incluyendo solapa, portada y contraportada, sin olvidar la foto del autor. Si esas novelas las leyera un público mayoritario podrían aumentar exponencialmente el número de los locos.
Los gringos dicen "so bad it's good" para hablar de productos muy tontos que no logran ser repugnantes porque su increíble torpeza los vuelve divertidos. Esos libros de los que hablé ahí arriba pertenecen a ese sector especial del mundo de la creación.
Desde mi punto de vista, que al rato no es del todo creíble, en Honduras se escriben algunos libros muy buenos que merecen ponerse en estantes destacados de librerías extranjeras y otros tan malos que hasta divierten. En casos muy raros me he topado con textos narrativos hondureños pésimos que no son para nada entretenidos y más bien me han causado un temor profundo... como de cosa preternatural. Esas veces puedo decir que he visto el abismo abrirse bajo mis pies.
¿Creés que es cierto eso de que Honduras es un país de novela sin novelistas?
No entiendo del todo la frase "Honduras es un país de novela sin novelistas", pero supongo que se refiere a que en Honduras abundan los temas para escribir novelas, pero los novelistas hondureños no han aprovechado esa riqueza para escribir muchas narraciones. Me parece que la frase encierra un significado más profundo y agrio: en Honduras abundan los hechos peculiares, digamos que hasta inverosímiles, o sea la clase de sucesos que son materia prima de la novelística, y que esa asombrosa materia en bruto no les ha llamado la atención a multitudes de novelistas.
También supongo que la frase da por sentado que esos textos deberían ser buenos. Si es así, supongo que la frase es verdadera porque el país ha tenido pocos novelistas e incluso menos que exploren a fondo una realidad increíblemente variada y rica en toda clase de sucesos que llenarían bibliotecas completas.
Creo que la verdad es más trivial. Falta formación y disciplina. En Honduras la educación es defectuosa y más la formación humanística. La gente lee poco por esa razón y un poco menos porque los libros son caros o porque no están disponibles en todas partes, y ya se sabe que leer muchas veces origina el deseo de redactar textos. Además, muchos de los escasos individuos que se dedican a escribir novelas son indisciplinados aunque les sobre imaginación.
Al fin y al cabo escribir novelas y leerlas no es tan vital… es una forma de pasarla bien. Son hasta cierto punto instructivas porque nos ayudan a conocer aspectos de la realidad que de otro modo no conoceríamos. Pero si nadie escribiera novelas ya hubiéramos inventado otra forma de entretenernos.
Si pudieras enumerar algunos, ¿cuáles serían los grandes temas de la narrativa hondureña en toda su historia?
Mejor aclarar primero que siempre he sido un lector desordenado y eso no sólo me ha impedido conocer completamente la literatura hondureña, sino la literatura de cualquier otro país. No tengo un programa de lecturas que siga al pie de la letra, como aquel personaje de La náusea, de Sartre, que planeaba leer a todos los autores posibles en orden alfabético. Se me hace que mis lecturas de narrativa hondureña han sido, digamos, pocas y sobre todo me he dejado llevar por el azar. Después de aclarar eso, podría decir que en los libros de narrativa hondureña que he podido leer, dos temas muy importantes son la vida rural y los conflictos sociales en las ciudades.
¿Creés que ya dejamos atrás el costumbrismo y la tendencia al llamado “realismo mágico” los narradores hondureños?
No encuentro nada perjudicial en el costumbrismo, que tiene pinta de ser una categoría inventada para que los redactores y lectores de historias de la literatura se sientan cómodos. Si un autor es talentoso y disciplinado puede crear ahorita mismo excelentes novelas costumbristas, escritas con fluidez, agradables de leer, amenas y quién sabe, hasta poderosas. El realismo mágico es otro cuento. No se mantiene vigente como creo que sí se mantiene el costumbrismo y más parece una moda que si es mal adoptada puede dar textos narrativos flojos.
Respecto a lo que me preguntás, creo que el realismo mágico influyó en varios autores hondureños y que ya desde hace un tiempo ha sido a medias abandonado en favor de otras búsquedas literarias. El problema es que algunas de las nuevas búsquedas con el tiempo podrían ser también modas pasajeras y a veces dañinas.
¿Surgen, o han surgido en su momento en Honduras, obras de narrativa verdaderamente innovadoras que puedan, o pudieron, ponerse a la altura de la mejor narrativa publicada en el resto del mundo?
Pues tendría que averiguar qué significa "mejor narrativa" o qué narraciones pueden considerarse las mejores. Puede que salga más fácil hacer una pequeña lista de los mejores libros de narrativa mundial y ver si los textos narrativos hondureños pueden compararse con ellos. Falta saber con qué criterios haría esa lista. Lo mejor que podemos hacer es ponernos a leer y observar y luego escribir un buen libro. El tiempo y la publicidad efectiva pueden convertirlo en un texto conocido incluso más allá de nuestras fronteras.
¿Cómo creés que observan, aunque sea de lejos, la narrativa hondureña los lectores norteamericanos o europeos? ¿Creés que nos siguen viendo como eternos habitantes de la periferia de Macondo o de Comala?
Sería muy atrevido si dijera algo respecto a la opinión que los europeos y gringos tienen de nuestra narrativa. Ya ha sido bastante temerario haber respondido a las preguntas anteriores, considerando que sólo he publicado un libro de cuentos que casi nadie conoce. La verdad es que no tengo la menor idea de lo que piensan de nuestra narrativa los lectores europeos o estadounidenses.
¿Qué queda de Arlequín, aquel mítico grupo de amigos, excelentes lectores y críticos mordaces?
Me queda un buen amigo, Marco A. Madrid.
Estoy seguro de que no existió como grupo con un nombre determinado y estoy más seguro de que no es mítico. El nombre que le han dado, con cierto aire burlón en algunos casos, salió de un boletín y de una sección cultural que publicaban algunos de esos amigos en un diario de San Pedro. En todo caso éramos unos cuantos camaradas que de 1990 a 1997 ó 98 nos reuníamos para charlar sobre cualquier tema mientras tomábamos café y a veces -muchas, me temo- no hablábamos de nada realmente importante o, en mi caso, decíamos muy poco. Nos prestábamos libros, veíamos películas, las comentábamos, algunos trabajaban, otros (yo) no. Era una camaradería como cualquier otra que había comenzado con un gusto afín por la literatura. En el año 2000 me fui a Tegucigalpa, donde viví cinco años, y perdí contacto con la mayoría de ellos hasta que regresé a San Pedro en 2005. Desde ese año acostumbro reunirme con Madrid a conversar y hablar de esto y de lo otro.
Ha transcurrido mucho tiempo, desde que empezaste a mostrarte como narrador, hasta ver publicado Final de invierno, tu primer libro de cuentos. Aparte de las normales dificultades para publicar en Honduras, ¿existía alguna otra razón para retrasar la aparición de ese libro?
Sencillamente no me interesaba publicar un libro. Sé que publicar requiere invertir dinero y no lo tenía. También sé que endeudarme por una publicación me exigiría vender la edición para pagar mis deudas y eso me desagradaba. Así que sólo escribía y guardaba mis cuentos.
Final de invierno es un libro en el que, como dice Helen Umaña en la contraportada de la primera edición de 2008, "cada relato se dispara en múltiples preguntas". ¿Cuáles son las preguntas que más te interesa hacerle al lector?
Cuando escribí esos y otros cuentos no pensé nunca en el lector. Da algo de vergüenza confesarlo, pero ni modo. Generalmente se me venían una o dos, con suerte tres imágenes a la cabeza e intuía que estaban unidas por un nexo. Luego esperaba el momento en que el nexo se hacía más aparente y llegaba el momento de hacer que esas imágenes encajaran por medio del lenguaje. El lector, por desgracia, no entraba en mis cálculos. También podría decirse que soy mi único lector. ¿Por qué no? Al principio fue así porque nadie más que yo leía mis cuentos. Luego, cuando se los mostré a mis amigos, de alguna manera seguí siendo mi único lector porque de hecho no sabía qué reacciones esperaba de ellos al leer lo que yo escribía. Vi en mis amigos mi propio reflejo y me di cuenta de que ni siquiera yo sabía bien qué reacciones esperaba que me causaran... Sólo sabía que había unas imágenes -un monstruo en medio de un patio desolado, una mujer vestida de blanco en una habitación a oscuras- y que debía buscar palabras adecuadas para unirlas. Eso era todo. No tenía intenciones pedagógicas ni metafísicas ni filosóficas. Lo único que me quedaba era crear el mejor lenguaje del que pudiera echar mano para que esas imágenes no quedaran rodando por ahí porque eso me habría hecho sentir mal. Al final, supongo que el lenguaje es lo que me llama la atención. Si soy un reflejo de mis hipóteticos lectores, puedo decir que más que hacer preguntas hago lenguaje.
En tus cuentos ocurren siempre situaciones extrañas y ambiguas, que pocas veces tienen explicación o encuentran resolución. ¿Es ésta tu intención al escribir o a medida que escribís va manifestándose la voluntad del texto?
Me dejo dominar por las imágenes y el lenguaje y de ahí va saliendo todo... Creo que es una combinación de ambas cosas: voluntad de unir las imágenes y sometimiento a esas imágenes. La realidad cotidiana es tan ambigua, extraña e inexplicable como cualquier cuento. A veces más. Sólo hay que ver una hora de noticieros. Muchas cosas quedan sin resolver en la realidad de todos los días, en la que camino, como y trabajo. Me atrevería a decir que en ella no se resuelve nada, que cada cosa que hacemos está como preñada de incertidumbre. Desde ese punto de vista, un cuento que parezca cerrado y resuelto puede ser considerado una estafa o una muestra de voluntad creativa que escapa a la tiranía de lo cotidiano. Sería una estafa porque nos mostraría una realidad en la que A lleva a B, aunque en la realidad es usual que A lleve a C o a F, o a ninguna parte. O sería una imposición del autor, libre de toda atadura "real", precisamente porque se niega a dejar las cosas sin resolver y en cambio presenta situaciones que llevan a desenlaces deseables o lógicos. Un poco en broma, diría que esos cuentos que publiqué son rigurosamente realistas porque en ellos nada queda resuelto.
La eterna pregunta: ¿La trama o el estilo? ¿Lo que se cuenta o la manera en que se cuenta?
Imagino que al escribir "estilo" te referís a la sintaxis, a la extensión y la "música" de las frases, a los párrafos, al léxico. Nunca he pensado en una trama y en cambio sí he pensado en el lenguaje, como te dije antes. Si se me permite decir que el lenguaje se relaciona más con el estilo que con la historia que se cuenta, entonces es posible que al escribir esos cuentos me llamaba más la atención el estilo que la trama. Pero me gustaría escribir narraciones con tramas que "atraparan" a un lector. Hablo así porque en realidad me agradan mucho esa clase de libros de tramas bien trabadas; por ejemplo, algunas novelas policiales. Recuerdo una novela que no es policial, Middlemarch, de George Eliot. Es una extensa novela costumbrista, con varias tramas que se entrelazan y que me causaron enorme placer. Así que como lector me gusta eso y quisiera imitarlo algún día.
¿Cuál ha sido tu manera de buscar un estilo propio? ¿Lo has encontrado?
No he buscado un estilo, pero sí he buscado escribir lo mejor que he podido. No sé si he tenido suerte…
¿Qué importancia tiene la palabra “Honduras” en tu obra? ¿Te importa mucho que nuestro país figure como escenario en ella?
Aunque esa palabra no apareciera nunca en un relato mío, tiene mucha importancia porque acá vivo, ¿no? Escribo bajo el calor de San Pedro, en una colonia en la que asesinan a alguien distinto casi cada semana. ¿Cómo podría escapar de eso? Si escribiera un cuento sobre dos astronautas chinos que viajan a Júpiter, lo escribiría en este calor apremiante, luego de haber comido frijoles con arroz y tortillas, mientras de fondo se oyen los noticieros hablando sobre una amenaza de hambruna en algún pueblo de Choluteca o Valle. Más tarde iría a dar un paseo por el mercado El Rápido, siempre bajo el sol quemante… y sentiría el olor de verduras fermentadas y de sudores. Si ando suficiente dinero, podría entrar en un café del centro y miraría por las ventanas a los vendedores de chica y a los cambistas, a los travestis y las putas jóvenes. Si voy a otro café lejos del centro, oiría a los viejos que critican las movidas del gobierno nacionalista, la situación de los colegios magisteriales y lo del aumento al mínimo. Todo eso, que es Honduras, estaría de fondo y hasta de escenario tácito en el relato sobre dos chinos que viajan a Júpiter.
¿Cuáles serán las principales diferencias de tu próximo libro de cuentos con respecto al primero?
Tengo varios cuentos por ahí y todos son tan ambiguos como los del libro que publiqué. En eso se parecen bastante. La diferencia estaría en cómo los ordenaría y les daría una especie de continuidad como conjunto. En Final de invierno lo que hice fue juntar varios relatos en los que apareciera el agua, más que todo en forma de lluvia. Salvo en el cuento titulado “Monstruo”, donde lo que hay es frío y no lluvia y por eso lo puse en medio del libro. Empleé otras maneras de lograr la continuidad de un cuento a otro, pero no vale la pena mencionarlas. Si publico otro libro de cuentos, los nexos entre las historias serían distintos, ya no sería el agua… creo que ésa es la diferencia primordial.
Te hemos oído hablar de una novela que estás escribiendo. ¿Cómo va ese proyecto?
Es cierto. Estoy escribiendo un texto extenso que tiene la apariencia de una novela. Es un relato que superficialmente cuenta una historia de policías, putas y ladrones, pero en el fondo es sobre vigilancia y más en el fondo es sobre voyeurismo, sobre verse unos a otros por miedo, por prevención, por deseo, etc. Como sé que soy haragán, me decidí a escribir todos los días una cuota. No diré que respeto ese método, pero lo he intentado y llevo más de mil páginas manuscritas. Creo que será una novela de unas 400 ó 450 páginas. Algo así.
¿Por qué la decisión de pasar, al menos por el momento, del cuento a la novela?
Sólo quería probar si puedo escribir una novela… y la mera verdad es que todavía no estoy seguro de que puedo hacerlo, pero en eso estoy.
¿Qué sensaciones te produce el hecho de estar escribiendo una novela? Me refiero a sensaciones que quizá no tenías cuando escribías sólo cuentos.
Siento más libertad. Un cuento es más difícil porque exige ser conciso. En una novela puedo explorar más a fondo. En el cuento se me ocurría algo que parecía interesante pero me decía “mejor no, si pongo esto se alargaría mucho, nunca lo terminaría”. En una novela no es así. También he tenido que ser algo disciplinado. No mucho. Es malo excederse en todo.
¿La escritura de esta novela, que por lo que hemos oído será algo extensa, ha alterado de alguna manera el ritmo de tu vida?
No tanto. Sencillamente las dos horas que antes dedicaba a vagabundear ahora las paso escribiendo un poco para ir avanzando. De alguna manera es ganancia porque aprendo a ser responsable a una edad avanzada, pero por otro lado es dañino porque no hay actividad más ilustrativa que andar de vago.
¿Se llevan bien tu trabajo como corrector de textos en un diario y tu voluntad de escribir ficciones? ¿Llega a afectar lo primero a lo segundo?
Hago ese trabajo mecánicamente para que no me moleste demasiado. Sí me daña los ojos, que se enrojecen más que antes. Leer libros se ha vuelto más difícil porque paso leyendo noticias seis horas seguidas, pero lo compenso viendo muchas películas. Ayer mismo vi La casa de las ventanas que ríen, muy buen filme de terror del director italiano Pupi Avati.
¿Habrá siempre motivos para seguir escribiendo o esa voluntad depende de las circunstancias?
Espero que siempre haya motivos porque escribir es algunas veces entretenido.
ANIMAL DE RITOS
* Samuel Trigueros (Tegucigalpa, Honduras, 1967), autor de Animal de ritos (2006), premio de poesía “Víctor Hugo” 2003, es un poeta de aciertos. Después de leer y releer, de escribir y reescribir, ha entendido bien que la poesía es síntesis de densos significados. También, no se equivoca cuando se sabe, instigado por los hados, creador de la música de unos versos que sosegan el espíritu, harto de rutina, desolación y ruina cotidiana. Antes de Animal de ritos, Trigueros, confundador de Paispoesible, había publicado, con el extinto Albert Depienne, El trapecista de adobe. Poemas suyos han aparecido en Papel de oficio (2005), Versofónica (2005) y en La hora siguiente, poesía emergente de Honduras.
Muestra de Animal de ritos
Enigmas
Me abro en el misterio
me encierro en la verdad
me hago y me disuelvo
solo
en las palabras.
Hundo las manos
en agua abierta
peces que vagan
en luz cifrada.
Animal de ritos
"… reunidos para resquebrajar
los muros de lo cotidiano”
Gustav Meyrink
Cazados por la rutina
por el asco de las horas
por abominables presagios
por predecibles milagros
por el cansancio
y una respiración de muerte
vaticinada en rostros vecinos.
Vencidos
vez tras vez
por este guerrero de costumbres...
Sólo el amor nos salva
pobres perdidos
cuerpos de instinto
oscuros animales del rito.
LA SECRETA VOZ DE LAS AGUAS
Marco Antonio Madrid presentó recientemente su segundo libro de poesía, La secreta voz de las aguas (en una esmerada edición de “mimalapalabra). La crítica y mentora Sara Rolla leyó el siguiente texto sobre el agua como motivo recurrente del libro.
Madrid es un poeta de oficio, autor de La blanca hierba de la noche, su primer poemario.
POR SARA ROLLA
Palabra y ritmo exquisitamente trabajados, sobriedad y poder de síntesis. Densidad referencial, hecha de sustratos múltiples (biográficos, literarios, filosóficos y mitológicos). Esos son los rasgos esenciales de la poética de Marco Antonio Madrid.
La obra está recorrida por imágenes del agua, es decir, por uno de los motivos más pródigos en reminiscencias filosóficas. (Recordemos, en la lìrica hondureña, el poemario Agua del tiempo de José Antonio Funes ).
Gaston Bachelard tiene un libro ya clásico, El agua y los sueños, sobre la trascendencia de ese elemento en el ámbito de la imaginación poética. Allí encontramos estos juicios que sintetizan la significación del agua como metáfora filosófico-poética:
El agua es realmente el elemento transitorio. Es la metamorfosis ontológica esencial entre el fuego y la tierra. El ser consagrado al agua es un ser en el vértigo. Muere a cada momento, sin cesar algo de su sustancia se derrumba (…) El agua corre siempre, el agua cae siempre, siempre concluye en su muerte horizontal (…) Para la imaginación materializante la muerte del agua es más soñadora que la muerte de la tierra: la pena del agua es infinita. p. 15 (1)
También aborda Bachelard la correspondencia entre forma y contenido en la poesía del agua. Dice:
El agua es la señora del lenguaje fluido, del lenguaje sin choques, del lenguaje continuo, continuado, del lenguaje que aligera el ritmo, que da una materia uniforme a ritmos diferentes. No vacilaremos en darle todo su sentido a la expresión que habla de la cualidad de una poesía fluida y animada, de una poesía que viene de las fuentes. pp. 278-9
Encontramos totalmente aplicables estos juicios a la poesía de Marco Antonio Madrid. Veamos algunos ejemplos del libro que nos ocupa.
En la primera parte de la obra, subtitulada “El otro río, el otro mar”, hay una presencia muy recurrente del agua, en imágenes simbólicas asociadas a referentes filosóficos y literarios. Reparemos en este ejemplo:
Río de la luz y de las sombras donde un hombre desciende
no para mojar dos veces
su talón en la corriente
sino para abrevar su vida,
sino para abrevar su muerte. p. 18 (2)
Permanentemente, el tono elegíaco, constante en la obra, se asocia con el tiempo y su símbolo esencial, el agua. Observemos otros ejemplos:
…Los días como un torrente / en la pupila. p. 21
Palabras que se hunden en busca de un lejano/ paraíso y el mar aislado en una gota/ y el rumor de un barco en las crecientes olas./ Lo que se va, lo que se ha ido ya. p. 22
“Responso de las aguas”, con epígrafe de Rimbaud, reelabora el motivo poético de la muerte de Ofelia:
Por el negro río de la noche Ofelia va./ Demencia de las aguas, /injuria de las aguas,/ soledad de las aguas. p. 26
“Tierra yerta” termina así:
Frágil,
tenue,
una sílaba nos nombra
junto a ese mar que vomita soledades.
Véase esa metáfora del verso final, fuerte y espléndida por la hábil selección del verbo. En “Leteo”, se usa como leit motiv “ha vuelto el agua…” Y el final es impactante:
Que las aguas borren de las aguas las heridas.
Que las aguas borren de las aguas los recuerdos. p. 40
En “El otro mar”, se dice:
Hoy el mar no existe sino en la memoria de sus olas. p. 43
Y hay una cascada de reminiscencias, donde lo autobiográfico se entrecruza con lo literario: “el mar de mi abuelo”, el “de Huidobro”, “el de Alfonsina”, el “de Walcott”.
En la segunda parte del poemario, “Poemas de las tierras altas”, se sostiene el tono elegíaco, marcado por ritmos hábilmente forjados con recursos iterativos.
El primer poema tiene un final excelente, en el que la memoria recuperada se asocia, nostálgicamente, con el agua:
Todo lo que creías olvidado, está en la memoria,
el sol en las zarandas, el misterioso sonido
del agua entre las piedras,
el río como un cuchillo de hielo atravesando
las sierras… ¡Las pequeñas cosas que fueron la vida!
¡Lo que ya se ha ido, lo que ya se ha muerto! pp. 49-50
En este breve acercamiento al libro, nos hemos centrado en la recurrencia de la imagen del agua como marca decisiva, en lo temático y estilístico. Es un abordaje limitado, sin duda. Para una valoración más rica y certera de la obra, remito a ustedes al excelente prólogo de Felipe Rivera Burgos y, desde luego, a la lectura directa, sin interpósitos juicios, de La secreta voz de las aguas.
Notas:
1 Gaston Bachelard, El agua y los sueños. México. Fondo de Cultura Económica, Col. Breviarios No. 279, 2003.
2 Marco Antonio Madrid, La secreta voz de las aguas. Tegucigalpa, mimalapalabra editores, 2010.
San Pedro Sula, 15 de abril de 2010
(Publicado por mimalapalabra)
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